viernes, 8 de mayo de 2009

JUDIT JUDIA


¡Ay de las naciones

que se alzan contra mi raza!

Judit 16:17

La hija de Merarí, el hijo de Ox de la tribu de Israel, camina de vuelta a su Betulia seguida de la criada que lleva sobre su cabeza la cesta que ahora contiene la cabeza degollada del gran Holofernes, jefe supremo del ejército de Nabucodonosor, vencedor de Put y Lud, de Cilicia, de Sidón y Tiro, de Oquina, Yamnia, Asdod y Escalón, y de los madianitas, a los que incendió sus tiendas y saqueó sus aduares. Su rostro, el de ella, va triste e imperturbable en su belleza desesperante, su mano izquierda sostiene una sarcástica rama de olivo pues en la derecha aun sostiene la ensangrentada cimitarra asesina. Su túnica de muchos vuelos es del color del añil como el cielo cirroso que enmarca la santidad de su aristocrática cabeza, pero extrañamente desteñida hasta unos suaves matices del ocre. Es alta, fina, estilizada, y aunque no es virgen porque es viuda de Manasés, el que murió de insolación en la cosecha de la cebada mientras estaba en el campo vigilando a los que ataban las gavillas, tiene la hermosura fría y distante de la Superbia de un encanto veneciano. Hay desdén, sutil arrogancia, e inquietante dulzura en ese semblante de diosa impoluta, aunque no lo es, y una dejadez de saciada hembra áfida en el cuerpo de piel muy pálida que se esconde en el sayal. Ya carga tres años y cuatro meses de desolada viudez recogida en su casa, hizo construir un aposento sobre el terrado de la casa, se ciñó el sayal del dolor, y ayuna desde que enviudó, excepto de los sábados y sus vigilias, los novilunios y sus vigilias, las solemnidades y los días de regocijo de la casa de su tribu. Ha heredado de su difunto oro y plata, siervos y siervas, ganados y campos, de los que ella es dueña absoluta, y nadie puede decir de su austera vida una palabra maliciosa, porque es temerosa de YHWH. Ahora ha degollado a Holofernes, embriagándolo con sus bellas facciones, su exquisita educación y su casta coquetería de doncella piadosa, aunque no era virgen, y luego lo volvió a embriagar con el vino de las dulces vides de tierra de Judá hasta que cayó dormido. Entonces tomó de su propia cimitarra, se acercó al lecho donde el borracho dormía, agarró la cabeza por los cabellos y pidiendo fortaleza al Dios de Israel, descargó dos golpes sobre el cuello con todas sus fuerzas, y le cortó la varonil cabeza. Su criada camina rápido, casi corriendo, hay miedo en su pequeña cara morena de esclava nubia, su mano izquierda sostiene la cesta con la cabeza mutilada semienvuelta en una sabana blanca, y la derecha arremanga su túnica de color anaranjado para mejor correr. Ella no, nada teme porque su mano asesina fue la mano de la justicia y la ira de Yahvé. Porque Jehová, es su único Dios. Mas abajo se ven los campos feraces, y a lo lejos recortadas contra el añil cirroso las suaves colinas verdes que rodean Betulia, y los altos muros de la ciudad sitiada y los ciento veinte mil infantes y doce mil jinetes, y los tantos esclavos encargados del bagaje. Hay también un árbol de delgado tronco café rojizo cuyo follaje verdioscuro intenta besar la mejilla de la judía. La escena tiene la ambigüedad inquietante de ciertas pesadillas, porque si se borraran la cimitarra con su filo sangrante, la cabeza de la cesta, la muchedumbre de infantes y jinetes asirios, con sus esclavos y sus tiendas de campaña, y se dibujaran sendas sonrisas sobre los rictus glaciales de las bocas de Judit y su criada, el paisaje tendría la bucólica quietud que tuvo en los remotos tiempos del reinado de los justos. Solo en su adelantado pie derecho, que calza una delicada sandalia y asoma por el borde de la túnica, se descubre que no es ella, Judit, pues es el pie de la muerte, y sus dedos huesudos sobresalen cadavéricos bajo la cubierta amarilla del empeine de la sandalia. No se condicen con la perfección inmaculada de la judía homicida. Esas falanges luengas, deformes y casi momificadas, esa piel reseca que tiene esa inconfundible textura de la carne muerta hace siglos, no pertenecen al mismo cuerpo angelical, aunque no virgen, coronado por ese rostro de belleza desesperante. Y en un ultimo detalle no menor, por delante de ese pie en la misma laja que pisa, se pueden ver como un raro reflejo imposible, unas hendiduras en la roca que repiten uno a uno esos cinco dedos de la muerte, como si ese mismo pie ya hubiera dado ese paso. Vale.

(Texto escrito a partir de ‘El Retorno de Judith’ de Sandro Botticelli, 1472)