miércoles, 25 de mayo de 2011

HACIA MEDIANOCHE

“…existen algunas escuelas vinculadas con ciertos editores. En este grupo entran los autores de Ediciones Minuit, cuya materia de trabajo se centra en el lenguaje,… Ellos se plantean hoy desafíos a nivel del lenguaje, están enfocados en juegos de palabras, más que en contar una historia.” Dominique Fabre.

Contra las arboladuras de los veleros encallados a lo largo de la calle se extiende el destrozado atardecer. Juegan sus brillos de colores llamativos y extravagantes, sus albures resplandecientes de cristalerías rotas con las briznas de altas nubes deshilachadas arrastradas por vientos invisibles buscando la aurora. La clara muchedumbre de un poniente ha exaltado la calle, la calle abierta como un ancho sueño hacia cualquier azar. La límpida arboleda pierde el último pájaro, el oro último. Las vagancias del cernícalo trazan en un aire tenue la cartografía de la noche en ciernes. Sus intentos asesinos surcan el cielo en un chasquido de látigo asustando a las palomas que naufragan desesperadas contra el disco fulgurante que se hunde hacia el poniente. Aunque el ave violenta busque sangre en la rosa del espacio, aquí está su estructura, flecha y flor es el pájaro en su vuelo y en la luz se reúnen sus alas con el aire y la pureza. Un rumor distante, como de mar que no existe, se desliza enredado en la brisa mortecina y se refleja en las hojas moribundas del breve bosque enternecido en el silencio y la quietud del sangriento molino de aspas incandescentes. Un sesgo de melancolía inunda las vertientes de la memoria, toponimias y rasgos vacantes agraden el sosiego cauto del navegante extraviado. Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados, aguardan la señal de una mustia hoja de oro, alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes. Un fuego solar, desvaído, intenta iluminar la tarde socavando el tinglado de ramas por encima de los tejados y el vuelo de los pájaros. El céfiro se viene furioso desarbolando las naves del otoño, el crujiente castaño, el acacio fenecido, los olivos cuajados en aceitunas negras relucientes como pequeños huevos de antracita. Un ligero temblor, un balanceo en las hojas hinchadas, verde y blanco, de la yagruma, en las fuertes flores que gotean una baba transparente y morada, en las líneas rojas de los troncos avinados. Todo se disgrega y fluye. Converge y se diluye, diverge en centelleos o difuminaciones, se impone con una esfericidad de infinito e impetra resplandores aciagos de lontananzas imposibles, de efímeras siluetas que decaen en honduras de ocaso inminente. Cisne contra cisne, lirio zaherido, duplicada contienda de arrabales, choque de dos gardenias siderales, y luz en un crepúsculo prohibido. La noche se abre como una amapola de oscuro azul desamparado. Vale.


Referencias, (en cursivas), por orden de aparición:

Atardeceres. Jorge Luis Borges

El Vuelo. Pablo Neruda

Muerte de Narciso. José Lezama Lima

Arqueología de la piel. Severo Sarduy

Pelea de Cisnes. Francisco Antonio Ruiz Caballero

miércoles, 18 de mayo de 2011

EL VIAJERO PERSISTENTE

Recordó con la nitidez de una pesadilla el perfume ácido de las rojas rosas del rosal trepador, ese rojo profundo que persiguió por años en el exilio desértico de caliches y camanchacas, sintió la frescura inusitada de la noche de terciopelo azul oscuro sin luna, y saboreó el agua fría que bajaba casi cristalizada de la cercana cordillera. Navegó muchas noches de luna llena, con el alto velamen blanco del ciruelo florecido surcando el imponente y brillante plenilunio. Supo del marasmo de la saciedad carnal, del hastío de los vientos calmos, de la inutilidad de toda acción que no deje marcas talladas en las piedras, desvíe ríos o incendie bosques. Alcanzó a tocar la piel destinada, la boca que te bese, el resabio de cilantro e hinojo de una saliva que fue sagrada por un instante cósmico y después triste ceniza, cal viva y osario. Sintió en los dedos el cansancio de cardar y cardar hasta la madrugada la lana virgen de un vértice húmedo donde las ansias convergieron en desolación y desengaño. Ató y desató con vehemencia de moribundo el cordaje de una nao fondeada para siempre en las aguas cloacales que drenaban sus propias catacumbas. Hurgó en su memoria por los rostros que lo perdieron cegándolo y fueron apenas cuatro, con un quinto que solo enhebró en su carne las angustias de la pérdida. Cotejó enigmáticos guarismos, descifró confusos algoritmos y razonó sobre austeros silogismos, tironeó el tiento que lo ataba al azar y al caos, exploró en su alma ebria de asombros por algún indicio de felicidad para ver si el pasado explicaba el presente y predecía el futuro, y no encontró más que obstinadas arenas arrastradas por todas las lluvias. Recordó un viaje en su niñez sedentaria de patio, jardín y parrón, y vislumbró entre las penumbras del olvido un tren cruzando campos feraces y la varazón de un cardumen de peces plateados en la pleamar de una noche en el molo bajo del puerto. Deshizo las estatuas de sal y quebró las de arcilla, pero no pudo destruir la del mármol inmortal porque estaba tan lejana que le era intocable como las gorgonas de los rostros perdidos y las rosas rojas del rosal trepador. Ante el abismo de la mañana tumultuosa, con los afectos confirmados, las trampas de la desidia, el tormento de lo cotidiano predecible y las ausencias esenciales, se dejó llevar por el vértigo de la altura o del místico vacío y se hundió absorto en la trama del día. Vale.