lunes, 27 de agosto de 2012

SORROW

Pero entonces parecía como si estuviera lloviendo de otro modo, porque algo distinto y amargo ocurría en mi corazón.
Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. Gabriel García Márquez, 1955.

Acaso el amor perdido te dejó la marca de la herida, del desangre detrás de el cristal enmarañado por una lluvia inverosímil o por el relente decantado de tu ansiedad de amortajada. O es que el desengaño te viste en tristeza de espera envuelta en ese vaho de pena donde tu rostro se esconde difuso en tus ojos cerrados y en los labios del mismo rojo de los besos inútiles que no alcanzaron para retener al viajero, pasajero y tránsfuga que te habían traído los demonios del desencanto para que la primavera poseyera en ti otro sentido allá afuera en el jardín de tus sueños de tierna crisálida. Acaso tu mano roza la piel extraviada en la lisura del vidrio buscando sin hallar las tibiezas de esa otra mano que te llevo insepulta por los días felices, por las tardes en los parques, por los plenilunios que los esperaban a la vuelta de las esquinas para arrastrarte como dormida a los patios con madreselvas, a los zaguanes de penumbras y a las sombras de las calles de ventanales iluminados que los espiaban antes de llegar tu casa. Quizás tu desconsuelo se va trizando con las horas en ausencia hasta romperse hecho añicos contra los muros que has levantado dolorosa para no seguirlo por sus parajes de trampero impenitente escuchando su voz como un eco inalcanzable entre los misteriosos tejidos del pasado. Y te escondes, te ocultas a media imagen, te disuelves en ese enrejado cristalino fragmentada e inconexa para no huir de ti misma sin saber si será fuga o intento, si irás por él desesperada rastreando sus huellas, los vestigios que imaginas ha ido dejando para que no te me pierdas reina que también te estoy buscando, o recorrerás ahora sola los mismos senderos por donde el amor se escondía entre los arbusto y las magnolias recién florecidas. Es el gesto sufriente de virgen de los dolores, es tu boca sin besos, la mano congelada sin lograr la caricia, tus parpados ensueñados o en llantito secreto lo que te ilumina de silencio en tu escondrijo de claustro. Es la quietud de esa desolación que te invade con una densidad de aguacero sin escampe la que te robó la sonrisa que se encendía en tu boca cuando cerrabas la puerta y lo imaginabas caminando por el empedrado en un circulo que se cerraba cuando al atardecer del día siguiente él golpeaba la puerta y tu sonreías porque sabías que era él. O quizá es el reverbero entristecido de esa pasión carcomida por la rutina que se fue estancado en la piel de cada día hasta esa noche sin luna en que al irse ya no te besó. Vale.

miércoles, 22 de agosto de 2012

APUNTES SOBRE LA LLUVIA DE HOY

“y sigue lloviendo, hay flores caídas, ramas rotas por la tormenta, el ronroneo del gato  me adormece y la lluvia en la ventana  suena a tu voz”
Lluvia y gato que te mira. Hilda Breer

Llueve, con esa tristeza desordenada de las ciudades invadidas por los finales del invierno, de las ciudades atrapadas en una soledad sin tiempo que viene de sus territorios ancestrales, ciudades vacías, antes de su fundación y sus torpes refundaciones, cuando aun los ríos corrían por sus cauces y las hierbas eran más verdes que las de ahora que llueve sobre los pastos falsos y las ortigas entumidas. Las calles asumen esa tristeza de vértice fúnebre y se vacían de siluetas, de sombras y de pájaros, se van como disolviendo en las aguas que escurren por sus aceras, en los reflejos difusos de los árboles deshojados, de las marañas de líneas de los cables eléctricos y de los postes del alumbrado en su verticalidad heroica en medio de la lluvia. Llueve y es un poco un fin de algo que nadie  sabe que es pero que todos los escurridizos caminantes intuyen en los charcos que los asaltan en los bordes de las veredas y en los nubarrones grises que van ensuciando un cielo de oscura porcelana. Confundido en un oriente que se aleja hasta tocar y subir por la cordillera un vaho húmedo va guiando los chubascos hacia su trampa de nieves eternas mientras el poniente declarado en rebeldía se resiste a morir sin la gloria esplendorosa del crepúsculo y se rompe en una iluminación de claraboya, de ventana de hospital, de ventanal de casa abandonada. Más acá, donde los pasos ya perdieron su eco por la persistencia de la lluvia, el habitante se ensimisma en su desolación de naufrago extraviado y se pierde en la esquina siguiente sin encontrar nunca la salida al llueve, a la indiferencia de lo clandestino, de lo secreto, de las congojas por los pecados cometidos y en deuda por pagar. Llueve, con el abandono en carne viva, con el mutismo de lo que sucede sin esperanza, con la agobiante sensación de un castigo bíblico que traspasa las generaciones y se aferra como hiedra muerta en los muros del único habitante, del viajero detenido en la lluvia cabizbajo a la espera que escampe para continuar el viaje por la ciudad que le parece vacía en su desborde pero de la que alcanza a oír su linfa cloacal fluyendo por las alcantarillas allá abajo en la tierra misma humedecida por el agua quizás final de este invierno en sequía. El asfalto espejea en un plateado agrisado como un largo mar triste esparcido entre la quietud de un archipiélago prehistórico buscando un imposible punto de fuga. Llueve, mientras la ciudad, tan callando, se va borrando, inundando de sombrías nostalgias y sumergiendo en infelices presagios. Vale.

Imagen: Fotografía de Hilda Breer, junio 2012

jueves, 16 de agosto de 2012

MUTACIONES MUTANTES

El jolgorio de los mutantes aviva la noche con sus variaciones para orquesta op. 31 de Schönberg, tocadas en el modo politonal original del maestro Arnoldo. La música atonal y dodecafónica gorgotea con sus saltitos de grillos amarillos haciendo florecer la misteriosa Rosa Nítida en cuyas lágrimas madrugadoras los vestiglos perciben esas visiones inquietantes que van convirtiendo el día en la arena que se va deshaciendo en agua, sal y ceniza. Las trompetillas del tabaco se cimbran inquietas ante el horror de los címbalos y las cucardas se abren y cierran al ritmo neurótico de la musiquilla enervante de la melodía insensata. Allá lejos en el lineal resplandor de la playa un buque escorado en las arenas de la pleamar se desgrana desarma desguaza en sus óxidos primitivos. Los mutantes danzan embriagados de alcanfor bajo la espesura sagrada de la pasionaria florecida, cada una con su corona de espinas, los tres martillos y los tres clavos, bailan con sus siete patas quitinosas y sus cinco élitros transparentes. La mañana cristaliza en los arpegios de otra música invisible sospechosa de precisas profanaciones, secretas idolatrías y ambiguos libertinajes. Los sumideros sagrados se anegan de secreciones sexuales y hemolinfas incoloras, verdes y rojos. Mezcla de libélula, luciérnaga y saltamontes, cada mutante despliega su larga y recta antena iridiscente azul verdosa formando en su tumulto un hermoso alfiletero tornasolado sobre el tronco del pitosporo, el Azahar de la China. Hay un silencio de caladero cuando el sol toca el mediodía. Los engendros vuelven cabizbajos a sus labores sigilosas en las extrañas maquinas capaces de sajar el tiempo, cizallarlo en tajadas casi transparentes, desgranarlo en sus mínimos granos minuciosos, no el tiempo blando, amorfo, maleable dentro del que ocurre la burda realidad, sino el otro, el cristalizado, frágil y tintineante donde están inmersos los instantes que destellan distintos e inolvidables. El lloradero de las pesquerías vierte negras y fangosas aguas en el desaguadero del espanto con la calma deshojada de las antiguas teterías. Un polvoriento chancador va crujiendo en cada paradoxa, en cada trampa temporal. El resto del día se desliza en su discontinuo traqueteo. Comienza el berrinche del crepúsculo. Hay un gris de humo de ponientes extinguidos, un aroma a aceites quemados, a petróleo en combustión, a cloacas en cuyas grietas ya comienzan a brotar los sangrientos amarantos lunares. La noche oscura y brumosa se enciende con el jolgorio de los mutantes y las sorprendentes variaciones dodecafónicas de Schönberg. Vale.

INTENTO

El amor se nos había vuelto clandestino, escabroso e intenso, temía equivocarme y perderte, así que llevaba al macho que me habita sofrenado, tascando el freno para no romper el hechizo con pequeñas perversiones y me dejaba vivir en tu tenso ámbito holístico donde convivían las flores y los dragones, las aguas cristalinas y los fangos profundos, temiendo siempre que me convirtieras en estatua de sal o en gárgola del templo de tu nombre. Te amé y nos amamos hasta esa madrugada final cuando entre las sabanas tibias fuimos nudo, trenza, remolino multicolor y aguas confluyendo, y te seguí besando en la anchura de la mañana y a lo largo del día que se venía. Y en ese ayer estabas ahí, silenciosa, hierática y coqueta, yo sentía tus ojos buscando mi mirada para hechizarme, seducirme y atraerme a tu jardín de amapolas, de colibríes y astylus, y yo olvidaba las piritas y las calcopiritas, los cuarzos amatista y las obsidianas, olvidaba quien era y donde estaba, olvidaba mi nombre y los oscuros días antes de tus magias esenciales. Y vino el derrumbe, el naufragio, la ventolera, y no hubo más de ti. Aun así, si hoy pudiera tocarte te tomaría en mis brazos y te besaría hasta sofocarte, te apretaría contra mí y rodaríamos juntos por el pasto como un alegre arácnido pervertido y buscaría en tu cuerpo los lugares donde nacen o se enconan tus pasiones y hurgaría en ellos hasta el quejido o el susurro, te seguiría besando, acariciando, tentando hasta que desfallezcas rendida o vencida, desnudos entre la grama y las flores amarillas como dos animales feroces que se entregan en una lucha de sobrevivencia en la que ambos se odian y se buscan en el tumulto del éxtasis al borde mismo del abismo del goce bestial, violento, intransigente y a la vez deliciosamente inevitable, te borraría los miedos y tus certezas equivocadas, te mordería los labios y los lóbulos de las orejas, mi lengua iniciaría con la tuya un húmedo combate de serpientes marinas, ávidas, feroces y entrelazadas sin rendición posible, te lamería entera siguiendo el rastro de tu aroma hasta dejarte desperfumada, mas desnuda que nunca, me emborracharía con tu saliva, me dejaría morir entre tus pechos para resurrectar el tercer día ahí mismo adormecido como un niño tierno y necesitado de edípicos afectos. Pero no, este es solo otro fallido intento de seducción, y aquí me bajo, desde aquí desaparezco de tus soles y lunas sabiendo que para nuestra arcilla final ni siquiera importa la suma.

jueves, 9 de agosto de 2012

LA VISITANTE

Venía atravesando el patio recién llovido en medio de las ruinas y los árboles añosos, levantándose el ruedo del vestido con sus dos manos finas y pálidas de huesos largos para no mojarlo en los charcos que no reflejaban su imagen sino solo los altos ramajes deshojados contra el cielo grisáceo simulando en su fúnebre quietud abandonados espejos trizados. Su rostro adusto poseía la belleza mortecina de los seres que no son de este mundo, la mirada como perdida atravesaba los cristales empolvados del ventanal provocando el tenue escalofrió de lo insoportable, sus labios congelados en una mueca mezcla de sonrisa y desprecio queriendo parecer amables a pesar de la tristeza inequívoca que uno sentía como una daga encendida sajando las vísceras. Su piel muy pálida resplandecía en su tibieza dándole un aura angélica, distante, intocable. La contemplé sin asombro, sin un atisbo de inquietud o angustia, la veía acercarse y era como si la esperara hace tiempo, casi podía oler su perfume cítrico con un tenue aire de magnolia u oír el frufrú de su vestido entre el ruido de sus pasos delicados en el sendero pedregoso por el que se accedía a la vieja casona. De pronto me di cuenta que todo era gris, allá afuera los muros carcomidos por los inviernos, la corteza de los árboles, el cielo nublado, la grava y los charcos, acá adentro los muebles, las paredes, la alfombra raída y los antiguos oleos con sus escenas de batallas y de caza. Después todo fue de noche. Me arrebujé más en el lecho y cerré los ojos abrumado de tiempo y de memorias, de rostros olvidados que ahora acudían como buscando una instauración que en su momento no tuvieron, mientras intentaba inútilmente identificarlos con un nombre o un detalle que los fijara en el recuerdo, escuché como abría la puerta cancel, no oí ruido del cerrojo y asumí que la había dejado entornada, lo que me confirmó su visita en este aquí y este ahora. Escuché sus pasos leves y cautelosos sobre la madera desgastada del piso y el chirrido sordo de la puerta que se abría allá a los pies de mi cama. Mi entorno se lleno de su sutil e invisible omnipresencia. No necesité abrir los ojos para saber que era ella. Sentí su mano recorrer con suavidad el perfil de mi rostro. Levantó mi cabeza acercándola a su pecho como con ternura, y por unos instantes la acarició. Entendí agradecido que era el fin, y que iba a ser como siempre quise, de noche, durante el sueño y sin dolor.