domingo, 28 de noviembre de 2010

NOSTALGIAS IMPOSIBLES

Ach, ich fühl's, es ist verschwunden

Die Zauberflöte. W.A.Mozart

Busqué la nostalgia en el afán morboso de dolerme de ti, de tu ausencia para siempre, dolorido y quebrado, desperdigado en tu búsqueda por los recovecos de una memoria insoportable, busqué tu voz entre los cristales del plenilunio, tus ojos de tormento en el desierto pedregoso donde vagaba en aquel tiempo en que tu boca no me negaba los sarmientos de toda primavera, busqué los vestigios de tu piel calcinada en mis insomnios, me deje atrapar en la telaraña de melancolías que detentan tu nombre, tu manera de mirar los crepúsculos, el roce indeleble de tu mano en la mía pidiéndome que no te olvidara nunca para que las lluvias que vendrían no te humedecieran los ojos, busqué intersticios, escondrijos, rincones donde aun permanecieran rastros de tu perfume de hechicera tránsfuga para navegar en el mar derrotado por tu presencia, demolido a contrapelo del tiempo busqué huellas hasta por donde no pasaste camino al olvido, la fuga, la perdida, busqué los espejos donde aun reverberara tu imagen perfeccionada por las ansias, los terrores y los misterios del amor caudaloso y perdido, escarbé tumbas, recorrí laberintos, atravesé túneles, deduje tu rumbo por las madrugadas mas vacías de la tierra, intimé con los demonios de la noche para acostumbrarme al infierno del abandono, urgí las aguas muertas de tu nombre, las pirámides inútiles con sus sarcófagos vacíos sin tu cuerpo yaciendo, las esfinges desoladas con tu rostro esculpido a fuerza de pensarte, los ríos embancados en tus palabras o tu risa, busqué tu mirada de ensoñación entre los escombros de los soles de los años de tu reinado, evoqué los sedimentos, las cenizas, el limo y la arcilla de tus miedos, de tu brevedad de niña inconclusa, indagué por tus rastrojos otoñales conspirando con reminiscencias y desasosiegos, pero todo en ti era primavera y no quedaban señales ni marcas ni reliquias en los inviernos o los veranos donde te busqué asustado, escaldado por esas nostalgias furiosas de tu cercanía imposible, rebusqué como un perdedor agobiado de escarmientos, iluso, soñador, infructuoso alfarero busqué la humilde greda para convertirla en delicada porcelana y reconstruirte a imagen y semejanza del recuerdo que poseo de tu piel y de tu perfil luminoso engastado en los vitrales de la catedral donde guardo la revelación de cierta noche incrustada de susurros y con la luna despojada de luz sobre un mar iluminado allá abajo detrás del ventanal, y aun así no fuiste habida ni vista ni vislumbrada en la nostalgia dolorosa de ti por tu ausencia para siempre, y aun así te sigo buscando a ciegas por los templos derrumbados y las ruinas silenciosas de castillos abandonados, desolado, persistente, y también para siempre. Vale.

JACOBIANO, LA SECUENCIA

Desconchados muros encalados de una catedral insoportable. Altas esferas cintilando en un desorden de cristalinas cigarras ebrias. Hoplitas vencidos en el bronce eterno de un museo lúgubre y sangriento. Resplandecientes piedras pulidas bajo la lluvia inclemente del aguacero bíblico. Artificios de barro greda arcilla hundidos en el cántaro del mar de los vientos. Virulencias de saurios alados sobre el silencioso campanario derrumbado. Desinencias secretas susurrando escondidas tras un lexema ilegible. Destrucciones pretéritas de inhóspitos territorios segados por los fuegos meteoritos. Encendidos magmas basálticos derramados en el valle de sombra de muerte. Trabados silogismos derrotados por oscuras bandadas de azores corruptos. En las vastas desolaciones de un imperio derrotado. En los vertederos licuefaccionados de muy antiguas metrópolis. Giróscopos y clavecímbalos. Clavicordios, diapasones. Escarchas. Soledades de vastos territorios de imperios vencidos. Vertientes vertiendo líquidos vertiginosos. Clavicordios, diapasones. Hielo. Nebulosas burbujeando en una bruma de hipotética materia negra. Tectitas sembradas en las arenas de un desierto ilimitado. Yunque, tas, bigornia. El sátrapa pudriéndose en sus cenizas escondidas de los perros furiosos de la venganza y la justa justicia. La sangre de Pamina hija de la Reina de la Noche en la brasas del pebetero o ardiendo en la flama de la lámpara de fuego al centro de un círculo sagrado. Sahumador o brasero. Incensario. El Botafumeiro del templo de los ácratas. Ruborizados benteveos en las charcas del Chaco. Noctámbulos alacranes de grafito escindidos de las piedras negras, de las aguas petrificadas, de las grietas húmedas. Silencio.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

LAS EXEQUIAS DEL PRINCIPE REINANTE

Eran las exequias fúnebres del príncipe reinante. Afuera, ruido de armas, monotonías de tambores, de timbales, de gaitas. En el interior, innumerables velas de cera amarillenta inundaban el amplio salón con su hollín perfumado. Entorchados uniformes, charreteras, el esplendor de medallas y sables, recios aceros afilados, se reflejaba y repetía en los espejos finamente biselados, en la convexa espejosidad del cristal de las lagrimas de la gran lámpara colgante, en la sedosidad de las perlas que se entibiaban sobre la sensualidad irreverente de los amplios escotes de damas y cortesanas, indistinguibles, en las perfectas facetas iridiscentes de los brillantes y en la suntuosa urna negra laqueada del Señor de Todos los Reinos, varón de dolores y placeres, hijo amadísimo de la Historia y Advocatus Sancti Sepulchri, que resplandecía luctuoso sobre el catafalco imperial cubierto con el terciopelo púrpura, insignia de su poder y de su gloria. Ahí dentro yacía el difunto con su uniforme rojo y negro de Dueño Absoluto del Imperio, con la máscara adusta y solemne de la muerte omnipotente, y en su pecho una única condecoración, la medalla de acero, oro y plata con una omega coronada por una cruz, de Vencedor del Turco en la batalla de Lepanto que le concedió Pío V por la valentía, que no la sangre, derramada defendiendo la fe católica. Damas, condes y vizcondes, baronesas y capitanes, hermosas hetairas y apuestos favoritos, gentilhombres y castas doncellas miraban hacia la puerta esperando. Y de súbito ahí estaba, en el dintel de la puerta, de riguroso luto negro negrísimo, deslumbrante e imponente como en la proa dorada de la barca imperial por el río sagrado. Era alta e imposible. Sus grandes ojos pardos poseían la certeza sin compasión y el ardiente orgullo de todas las reinas de todos los reinos. Su serena arrogancia, que sería insoportable en damas menos bellas, le daba un aire de virginidad imperturbable, de distancia o altura, de levedad onírica, de perfecta indiferencia. Era un fatal privilegio solo observarla desde un rincón, tratando de huir de su encantamiento malsano, de sus embrujos de hembra inaudita y de sus hechizos de inocente embaucadora. Nadie dudaba que aun en los escarmientos del amor jamás una lágrima hubiera escurrido por la porcelana o nácar de sus mejillas de princesa encantada. El cabello negro negrísimo y brillante como el azabache, era terrible inspiración de tímidos poetas e intima divisa de batalla de héroes sangrientos. Su piel de luna, pálida, distante, se quedaba reverberando en la memoria, y los infelices que un día la tocaron, aun en roce o saludo, vivían desde ahí entre derrumbes y frustraciones en los intentos desquiciados por revivir ese instante de epifanía y perdición. Las manos delgadas y de largos dedos femeninos hasta lo inverosímil, la asombrosa perfección de su rostro, el deletéreo oriente de su mirada impersonal como si siempre estuviera sola, los gestos contenidos, la voz grave y profunda, y su suave y delicada presencia que casi no alcanzaban a reflejar los espejos, convertían su cercanía en un tormento, en un desasosiego que laceraba los recuerdos mas íntimos, desaforaba a los amantes, rompía los pactos e invalidaba sacramentos, envilecía gentilhombres y corrompía condesas. Así, precedida de su inquietante hermosura avanzó solemne hacia el ataúd principesco, como si estuviera sola. Un silencio totémico cuajó de pronto en el salón petrificando a las damas, condes y vizcondes, baronesas y capitanes, hetairas y favoritos, gentilhombres y doncellas que la observaban con la burda ansiedad de los miserables que presienten la inminencia de una revelación. Frente al féretro, casi sin inclinar tu testa coronada bajó su mirada y un rictus de infinito desdén se dibujó en sus finos, frígidos y fermosos labios. Luego sacándose uno de los exquisitos guantes de gamuza negra acercó su delicada mano al cristal del ataúd, y entonces sucedió; con sus cuidadas uñas tamborileo los compases iniciales del tercer movimiento (allegretto) de la Sonata para piano numero once en La mayor de Wolfang Amadeus Mozart, la Marcia alla turca que evoca el estruendo de las bandas turcas de Jenízaros. Cuando estuvo segura de que todos, doncellas y gentilhombres, favoritos y hetairas, capitanes y baronesas, vizcondes y condes, y nobles damas de alta alcurnia ya habían reconocido el rondó, miró a su alrededor recorriendo con su mirada de mejor desprecio las caras del deseo y de la envidia y del asombro, y comenzó a caminar, alta y reina, altiva y ausente hacia la puerta. El pianista instintivamente inició equivocado la polonesa numero seis, L'héroïque, de Fryderyk Franciszek Chopin, ella sin detenerse lo miró y le sonrió levemente por un instante fugaz, que para el desdichado músico fue eterno e inolvidable. Después salió del salón, como si estuviera sola, y un obsequioso sirviente cerró silenciosamente las dos hojas de la puerta tras ella. Eso fue todo. Yo estaba en un rincón, soportando mi ridículo uniforme de los Húsares de la Reina, y antes que la puerta terminara de cerrarse ya me dolía su recuerdo y me desesperaba su ausencia, y navegaba ebrio de ella en una sopa de escombros tratando de aferrarme a cualquier resto flotante de ese fúnebre y desolado naufragio. Vale.

viernes, 12 de noviembre de 2010

DEVELACIONES

Habito en el desencanto, en la etérea sensación de una muerte inminente, en las nostalgias de una infancia de insectos y flores, en las melancolías de desiertos inhóspitos, de mares con sus oleajes y sus mareas, en la quietud de los cementerios donde duermen esperándonos los que amamos, en la lluvia, las lluvias en las calles de noche iluminadas y solitarias, en los rincones de días grises, habituado a esconderme viajo sin salvoconducto para atravesar las tristezas. Deambulo, vago, recapitulo atardeceres, noches de plenilunio, primaveras en cierto ciruelo en cierto patio. Despliego incertidumbres, entierro certezas. Navego en un piélago de horizontes imposibles, lejano de vórtices, ausente y desolado, habitado de mujeres, diosas, madres, doncellas, de hembras insobornables, meretrices o vestales, harpías, sacerdotisas y vírgenes penitentes. Deambulo, vago, rescato memorias de puertos, noctilucas, varazones, naufragios, escolleras, de oxidados barcos de cabotaje cuya herrumbre trae a su vez los ocres de otoños desperdigados en los entresijos de perdiciones y serenas cobardías. Habito el desasosiego, la ceniza y el silencio abrumador del desengaño, deambulo, vago, camino por el borde afilado o la esquina ciega de un rito de abandonos. Desgarros, cacerías, artes de alta cetrería, engaños. Los cristales de la duda y los tenebrosos poliedros del deseo. Transito en un laberinto de continuas bifurcaciones, túnel o caverna, adormecido en la modorra, el letargo, el sopor de un observador insensible y lejano. Deambulo en tiempo de siega y cosecha entre sembradíos y potreros, vago segando espigas o hierbas con la hoz o la guadaña, cosecho semillas o bayas, arranco cortezas o raíces, jardinero abandonado. Derivo sumergido en un cenote amniótico, tibio, materno, acogedor. Merodeo somnolencias, frontispicios de basílicas vacías, plintos sin estatuas y estandartes vencidos. Deambulo, vago, presumo de pagano, fariseo, apostata, de ateo o sacrílego. Divago en el duermevela y las alucinaciones del opio de misteriosas amapolas. Atravieso los mármoles y las obsidianas. Deambulo, vago, exorcizo pretextos, acumulo brevarios de tapas nacaradas y rosarios de cristal de roca. Destuerzo cordajes y rompo aparejos de una nao fantasma siempre al pairo o encallada. Deambulo, vago, recorro albas sosegadas, inertes, saciadas, vísperas y ayeres, sagrarios sin rostros ni voces ni sombras. Acecho al azar el embrujo de doncellas maduras, castas y cloróticas, sobretodo imposibles, de manos largas y cabello azabache. Deambulo, vago, recapitulo, despliego, entierro, navego, rescato, transito, derivo, merodeo, presumo, divago, atravieso, exorcizo, acumulo, destuerzo, rompo, recorro, acecho. Habito archipiélagos, filigranas, engarces, antiguas madreperlas.

Fotografía: Llega el invierno Nº 3, Hilda Breer, 2010.