domingo, 23 de noviembre de 2014

TANGO SINIESTRO


“Yo besaré la memoria de tus ojos taciturnos, para seguirte el poema que a medio hacer me quedó”. Preludio para el año 3001, Horacio Ferrer.

La simulación del tiempo que se desploma y se tiñe y rueda y se rompe derrumbado sobre los mustios abalorios de la comparsa de los años podridos, allá por el bajo, arrimado a los juncales entre garzas y camalotes, vos sabés. Rumbeando sin rumbo divago amargo por los caminitos repasados hasta el cansancio, al revés, con las flores enterradas y las raíces al sol, me farreó lo oscuro del nocturno sin alcanzar nunca la madrugada que me deje arrimado a tu boca como a tiro de beso pero sin tocarte para no deshacer el embrujo de tenerte cerca desarmada. Y te venís de asombro envuelta en un tango de penumbras, esquineando por los yuyos, la baguada y el zanjón, te venís por dentro calladita, contenida y mortal, te venís como en un rectángulo, plaza, parque o callejón, que se achica cuando vas pisando la garúa sobre el pasto herido de los hielos y las hojas que agonizan en sus ocres otoñales te dejan pasar sin un suspiro para que te sientas reina de sus comarcas desvencijadas. Del destartalado cajón de los recuerdos voy recuperando las alegres lanas de colores de tu niñez, alas de mariposas que rozaron tu pelo, pétalos de rosas con el perfume equivocado, un cenicero que habitó tu dormitorio y tus insomnios, y un filoso trozo de cristal, lo demás son los papeles viejos donde te iba escribiendo las obviedades y extrañezas de mis barrocos ilusorios, y las piedrecitas azules que vos escondida guardabas en mi honor. El tiempo, ese enemigo, dejó abierta la puerta para que de rebelde no te fueras tangueando por los surcos del olvido y yo me quedara detrás del alto ventanal que da a los finales de tu vida mirando ahogado de nostalgias la delicada resolana de tus bravos desvaríos desvelado restaurando las misteriosas esencias de la herejía de tu voz. Destripo la memoria de tu nombre hurgando por tus vocales o tus tristes monosílabos, desato el aparejo pa’costear tu río de sueñera y de barro (i) yendo siempre a contraviento de ventolera en ventolera, desafinando los cánticos nupciales de los jolgorios de la última noche sin vos. Y mientras llega esa hora, que llegará, leo y releo extraviado en las letras negras, pequeñitas y secretas de la tarjeta diminuta donde están tu nombre, tu calle y tu desvelo (ii), buscando, qué importa si no estás, un rincón parejo donde dormir la larga noche del destierro como el linyera borrado de los conchos y de las borras, reseco, insoportable, despreciado y feliz.

(i) Fundación mítica de Buenos Aires. Jorge Luis Borges
(ii) Objetos perdidos. Julio Cortázar


sábado, 22 de noviembre de 2014

ANTIGUA TRILOGIA PARA IRINA


Duermen en tus ojos las crisálidas de aquellas perdidas primaveras que buscas en la quieta esperanza de un día con un aquí y un ahora donde el túnel de tus insomnios se abra al soleado y verde paraíso. Tu rostro dibuja en su tristeza la sagrada y desolada soledad de tus sueños ya cristalizados, enterrados en la sombría nostalgia del amor que no ha bebido aun de ti. Tu boca apenas sonríe mintiendo en el negro negro embrujo de la pena, escurriendo desde su vertiente secreta sin palabras, sin un gesto, toda solitaria. Ahí, en el reflejo de tus rasgos de reina inmóvil, de musa que agoniza en su silenciosa melancolía, están todos los ponientes de la reseca comarca donde tu corta infancia se deshizo en fragmentos y tu delicada juventud fue largo otoño y fría nieve. Pero sobre tu belleza misteriosa sobrevuelo, halcón hambriento de tu encanto incesante, hasta atraparte una tarde de lluvias inciertas, robándote con ternura de tu arduo presente para ir a anidar nuestras rebeldes ausencias en la lejana y alta arboleda de los sueños. Duermen en tus ojos las crisálidas de aquellas perdidas primaveras porque en tu rostro se dibuja una dulce tristeza sagrada y eres entonces toda soledad, virgen de sueños cristalizados, imagen pura de la nostalgia de un amor ingrato que no ha bebido de ti. Tu boca sonríe mintiendo en negro embrujo la pena, escurriendo desde su secreta vertiente sin palabras, sin un gesto, toda soledad. Ahí, en el íntimo reflejo de reina inmóvil, de musa que agoniza, está la silenciosa melancolía, están todos los ponientes de tu reseca comarca de tu infancia fragmentada y de tu delicada juventud como un largo otoño y su premonición de nieve. Pero como halcón hambriento sobrevuelo cazador herido de ti sobre tu belleza misteriosa, sobre tu encanto incesante, esperando atraparte furioso y sangriento una tarde de lluvias inciertas, para robarte con mis garras en aterradora ternura de tu arduo presente e ir a anidar nuestras rebeldes ausencias en ese lejano y alto roquerío de mis sueños. Duermen en Sus ojos las crisálidas de aquellas perdidas primaveras. Busca en la quieta esperanza un día con un aquí y un ahora distintos. Intuye o desea que túnel de Sus insomnios se abra al fin al soleado paraíso. Su rostro dibuja en su tristeza la sagrada soledad de sueños cristalizados. Sabe que enterrado en la nostalgia está el amor del que aun no ha bebido. Su boca miente el embrujo de la pena, sin palabras, sin un gesto, toda soledad. En Su reflejo de reina inmóvil, la musa agoniza en silenciosa melancolía. Allí están los ponientes de Su reseca comarca con Su infancia en fragmentos. Allí Su delicada juventud como un largo otoño y su premonición de nieve. Sobre Su belleza sobrevuela un halcón hambriento de Su encanto incesante. Día llegará en que la atrape, una tarde de lluvias inciertas, con feroz ternura. Será esa noche entonces, sin Su arduo presente, que anidaran sus ausencias. Solo el secreto de un lejano y alto roquerío verá como encienden sus sueños.

Diciembre, 2008.

Nota.- Debe leerse escuchando la mejor versión en clavecín de la Sonata en sol mayor, Allegro, K.455, de Domenico Scarlatti.


lunes, 10 de noviembre de 2014

OTROS ROJOS


“... el bermellón, la flor súbita de la sangre recogía la luz del mundo en tu retrato.” Pablo Neruda, Cien sonetos de amor. Soneto LXXVI

Horas antes de la medianoche entra en los desesperos del rojo desatado, en la bullente hoguera en brasas refulgiendo en el nocturno, en los altos atardeceres encendidos de rosas y geranios, del rojo en contraste con una palidez provocante, con tersuras y sabores y perfumes, los rojos sedosos y satinados, el rojo del inevitable infierno y de la tentación de la manzana, de unos labios que se besaron en los tiempos de las lluvias o unas perfectas uñas declarando su sensual fiereza, los rojos encarnados y sangrientos desde el espeso púrpura al alegre colorado. Un rojo de amapola que floreció en los voluptuosos jardines de la noche solitaria, rosa desarmada, copihue o ceibo, densidad sublime de la voz esparcida, de un cuerpo tendido en la sensualidad cómplice del lecho de luces lejos, de alturas intocables, de sobornos visuales y vertiginosos vértigos de palomas. El rojo color de todas las pasiones, malas y buenas, del amor y del odio, del pudoroso rubor de la timidez y de la vergüenza, el rojo color de la intensidad en cercanía, del afecto apasionado, impregnado de cierta angustiosa tensión y sobresalto, el rojo color de la furia y de los instintos primarios, de los impulsos vitales y del sol naciente. El rojo misterioso que quema y seduce, incita y provoca, que se vierte en la roja desvergüenza del heno otoñal y su manantial en estiaje, que enrojece los lúbricos momentos del desenfreno voluptuoso y los faroles de las callejuelas por donde deambula la sombra de su yo verdadero. El rojo profundo del escarmiento y del despliegue, roce, caricia y frotación, de la incitación que se refleja en la flor del granado y el tinte del rubí, rojo que fue esplendor de una piel sagrada entre las albas espumas sumergida. El rojo lacre que selló tratos imposibles, el rojo litúrgico de los cardenales en los alfeizares de las ventanas de las tierras perdidas, el rojo en sus gamas, en sus matices carmesí, bermellón, escarlata, granate, carmín y amaranto. Los rojos jugosos que destilan el estío caluroso de los cinabrios subterráneos en aquellos frutos endulzados por ciertas mariposas, en el sabor de las boquitas pintadas, en las ácidas moras antes de madurar, y en los infinitos rojos de las hojas que agonizan cercadas por el otoño. Los rojos del encanto, del espanto y del desencanto, no esos, fue otro rojo el que incineró las horas de su desespero antes de la medianoche. Vale.