domingo, 29 de septiembre de 2013

EL JUEGO DEL FUEGO


Pour Madame la Comtesse

Era el juego de tu mano una y otra vez ocultando recatada la breve hendidura de tu escote a mis ojos curiosos de tu piel inexplorada, el juego inofensivo de mis ojos intentando infructuosos mirar sin que me atraparas el tibio canalillo entre tus pechos asomado con tierna impudicia inconsciente o instintiva. Ese juego de secreta coquetería de niña hermosa y de tímida seducción de adolescente extasiado. El juego que sostenía la primavera inicial en sus ardores de novios en los parques, de imaginados amantes detrás de los cómplices cortinajes en las noches perfumadas de jazmines y lavandas, esos antiguos nocturnos de alta luna donde los ammonites engarzados sueñan con yacer en tu escote, rozar tu piel y disolverse en besos pequeñitos. Y yo hacía como que no miraba y sí miraba, o miraba sin desparpajo asustado y ansioso, escondido en el reojo, en la mirada cautelosa y furtiva, veloz y huidiza, y tú hacías como que no veías que yo veía pero igual tu mano inmisericorde una y otra vez movía el borde de la blusa colorida o el casto tejido para negarme el surco tentador que apenas se insinuaba entre tus senos. El tiempo sucedía vertiginoso, mis miradas convergían una y otra vez en esa convergencia de cauce, de bifurcación, de lúbrica visión tantálica, de tentación imposible, tus manos insistían en su escrupuloso recato incitante, yo soñaba con una tarde infinita. Los beatos ojos del ángel subían ensoñados al cielo verde musgo de tus ojos mientras los lascivos ojos del demonio bajaban felices al infierno del mullido escote. No sabía si tú sabías de mi inocente insistencia soterrada, sospechaba que sabías porque tu mano una y otra vez ocultaba el origen del cándido vicio, pero quiero creer que nunca tus ojos sorprendieron mis ojos en su pecado contemplativo siguiendo el rítmico oleaje de inspiración y espiración que llegaba hasta las suaves arenas de tu piel. Mi mano tocó el fósil, estudié la maravilla de su estructura, su tersura inquietante, su consistencia irrepetible de espejo vedado, sentí la tibieza de tu cuerpo que permanecía latiendo en la roca y el metal, sentí el peso voluptuoso de ese objeto que podía alcanzar, sin saberlo, mi paraíso perdido. Surgían en ese juego íntimos deseos geológicos, fosilizados en antiguas eras volcánicas, en sus fuegos telúricos, en sus lavas ardientes derramándose en ávidos océanos primigenios. Y ahí estaban frente a frente intocables, inalcanzables, las cámaras y los septos del ammonite dormido entre tus pechos en su quieta paleontología desconocida abriendo una párvula fisura en la delicada sensualidad de esa primera y no (espero) última tarde.

jueves, 26 de septiembre de 2013

EN HABITAR TU OLVIDO


Sé que ya me disolviste en tu olvido, me negaste la sal y el agua, me dejaste abandonado en tu orilla, entre los juncales de la ciénaga grande de tu vida, en medio de las arenas aun tibias del desierto desesperado de tu imagen, de tu nombre, de tu presencia inconstante que se derramaba por los días donde habitaba un amar de minúsculas, ahora lo sé, que se parecía al paraíso en sus esencias establecidas, en sus dulces frutos prohibidos, en la serpiente de la tentación que nos acechaba voluptuosa entre la orquídeas y las flores de mayo. Sé que ahora mismo soy apenas el húmedo relente de tus noches en calma, que me pensarás como un difunto o una estatua, que ya no poseo rostro en tu memoria, que mi nombre se te confunde con otros de tu pasado antiguo, reciente y futuro, en ese espacio vacío, sin tiempo, del antes y el después de mí. Siento mi omisión lapidaría de tus atardeceres despiadados, de tus noches sin luna, de tus mañanas por los humedales de los flamencos, las aningas y los ibis, de los manatíes y los aligátores, de los mediodías aletargados por ese trópico ardiente que arde incombustible en tu piel deseada. Vivo en dolorosa carne viva este pleno abandono sin evocación ni reminiscencia, sin ecos, visiones o epifanías, con desamparo de naufrago de horizontes vacíos, vivo el destierro de tus ojos y el exilio de tu verbo con la mirada perdida en esos mismos horizontes vacíos. Busco en tu silencio de tumba abandonada el origen del derrumbe de lo sueños construidos en la vigencia de ese ahora marchito amar con mayúsculas, excavo tus mitologías, tus ritos, tus ceremonias buscando los hilos que me lleven a entender o explicar la hondura del destiempo. Y nada. Hay ansiedades socavadas por la espera, vestigios tibios, deseos latentes y huellas frescas, pero no la presencia ni la cercanía que cruzaban las estaciones y los años, nuestros. Examino acucioso el mapa de tus rumbos, de tus territorios, de tus sombras, para saber donde te extraviaste, en que bifurcación equivocaste el camino sin vuelta y desapareciste para siempre de los campos de verde grama y aguas frescas donde los potros salvajes te miraban asustado desde el lejos de tu infancia. Y nada. Sé donde no encontrarte, en qué lugares no habitas, por qué parque no caminas o en qué horas no existes o desapareces, las inminencias no suceden, los presagios no se cumplen, es simplemente el olvido.

lunes, 23 de septiembre de 2013

EL VALS DE LAS NOCHES SOLITARIAS


Baila bella y perfumada en su castillo de altos vidrios empañados, danza envuelta en las sedas doradas y los tules violeta de sus insomnios con una tenue música barroca de chelos y clavicordios, baila y sueña en un imaginario salón de caobas y cristales, de bronces antiguos y oleos de damas soberanas. Baila y sueña con un príncipe desencantado como sota de espadas, hombre de tierra y palabras, labrador o jardinero, hombre de muchas primaveras viviendo su otoño en espera del venidero invierno. Guitarrero de burdeles, señor de yermas comarcas, lejano e intocable para que solo ella presienta el guerrero vencido que la busca en sus solitarias madrugadas. No es su boca lo que la excita y provoca sino sus ojos que la miran con dulzuras y nostalgias que ella estremecida no admite escondida como una rosa confundida en el nácar de su concha. Baila invisible reflejada en los espejos como una condesa oculta entre jarrones de alabastro y celofanes de colores. Revolotea incesante en su delicado ballet de transparente libélula, ronda mariposa en su baile de etérea soledad la llama del encanto, cada vez mas cerca pero sin llegar nunca a quemarse, aunque arden en su alma crepitantes fuegos que su piel no reconoce. Danza iluminada por la luz de altos ventanales que dan a un pasado feliz y consumado en la vigencia eterna del amor. Se sueña bella y perfumada entre los brazos de su amado, pero la sombra que la sigue baila sola en el silencio de la primera noche de primavera. Mientras danza esa íntima coreografía sin querer se va dejando fluir por la naturaleza pura de los sentidos que le induce el roce sutil del otro cuerpo imaginado. Las anilinas de sus ojos exploran en las penumbras de los rincones otros ojos que la observan en su ritual de arcaica monarquía, de aquel reino perdido donde lentos galeones traían el sándalo y las perlas que un secreto y victorioso navegante obtenía para ella en las lejanas islas de los endriagos y vestiglos. El vals la trae adormecida por las sinuosidades del tiempo, se sueña danzando mientras baila soñando, se desliza como una hoja otoñal llevada por la brisa de las horas, gira sola en medio de un remolino de doradas sedas y tules violeta, sueña sola que su príncipe de copas toma su mano y su cintura y ambos giran transportados por un vals que solo ellos escuchan por un infinito salón de altos vidrios empañados.

jueves, 19 de septiembre de 2013

DIPTICO DE JARDIN Y MUJER


Era la época de los malvones, después de las pocas lluvias de agosto, los geranios florecidos hacían que el tiempo se ralentizara en una ternura soleada, como de niños jugando a los volantines en un cielo muy azul. El entramado de su voz se fue haciendo agua, sus ojos se volaron por sobre los suburbios de la mañana, sus manos, cuencos de ternuras acuciantes, se hundieron en la arena como raíces desaparecidas. Los cardenales desbordados de rojos y blancos, de rosados y anaranjados, fijaban en sus umbelas los coloridos destellos de un día lindo con la primavera a boca de jarro casi empujando la puerta para adentrarse en el canto de los pájaros que ya construían sus nidos encaramados en el ramaje del acacio. El murmullo del viento jugando con las ramas de los eucaliptos la traía dispersa pero aun vigente en ese amor que excedía la esquina donde aquel ayer se declaró ausente para siempre. Sus hojas aterciopeladas miraban el sol envidiosas de las malvas de hojas brillantes o el aroma cítrico de los pelargonios olorosos. Su presencia perduró por años en las escondidas violetas, en sus perfumes a ras de tierra, en su pequeña timidez, en su terrestre humildad de flor secreta. Las flechillas (Hordeum murinum) ostentaban sus espigas como si fueran trigos feraces, soberbias en su salvaje y cariñosa ignorancia. Su imagen de niña retraída y silenciosa se dejaba dibujar en el planeo zumbón de las libélulas y en los revoloteos adormecedores de los abejorros. Las horas eran un baile de la brisa fresca entre los rosales, el pasto recién cortado invadía el mediodía con su perfume concentrado de atardecer de campo allá por los lares de los ancestros en las tierras del sur materno. Las diminutas letras de su nombre estaban escritas indelebles en el muro de adobes con la verde trama del musgo. Las mariposas se mimetizaban atónitas con los tres colores de los pensamientos y con las dulces acuarelas de las zinnias, contenían sus vuelos en los entresijos de la espera y en los claroscuros de las enredaderas; la madreselva y el jazmín. Ella seguía ahí en la memoria de un anillo con una perla y un reloj que justificó el tibio roce de su mano. Las piedras tutelares derramaban sus sombras de caracol por la tierra pura y simple, en los rincones yermos del jardín, en las penumbras frescas de la sombra del naranjo. La soledad que habitaba en sus gestos, en el rictus de sus labios, en su mirada buscando un horizonte cada vez más lejano, en la manera con la que perdía las llaves o cogía una copa, iba sembrando las semillas imperceptibles de su eterno recuerdo en toda venidera primavera.

sábado, 14 de septiembre de 2013

CADENCIAS DE MAR Y BOSQUE


Se venía un aire de bosque de pinos o de mar cercano de roqueríos con algas meciéndose lentas en los oleajes cansado de navegaciones y vientos de albatros. Del alto se veía el mismo mar entre los mismos pinos como un horizonte que rompía los dos azules y las nubes de lejanas tormentas jugando con veleros pintados de rojos o verdes o de azules distintos. Abajo las arenas entre amarillas y grises se repartían en espumas blancas y se traslapaban con el vidrio transparente del agua mar que la marea traía vertiginosa con celo de caricia. Las gaviotas arreciaban allá por el lejano sobre un cardumen invisible. Ciertos caracoles vagaban con su lentitud demente en las rocas verdosas y humedecidas por la salmuera marina. La tarde se venía calurosa y azul, algo dorada por los reflejos desde el canto oceánico, por el borde de las arenas, por el vuelo de las gaviotas ensimismadas, por los grandes barcos que cruzaban cargados de banano y minerales, por el vaho tibio que subía y por el relente de la noche en presagio. No había más cielo por donde se mirara ni menos mar que los albatros rayaran cegados por la reverberación y el fulgor. El atardecer relumbraba acaecido sin encontrar la puerta que daba al crepúsculo y se iba tornando más púrpura desde el anaranjado que viajaba en las nubes sobre los veleros y las gaviotas. Todo fingía una quietud de marisma, de ciénaga, de acantilado dormido, de albufera cercada por cangrejos. Las brújulas perdían sus nortes y las bandadas de alcatraces y cormoranes rozaban las olas extraviadas en sus rumbos a las guaneras. Un galeón de maderas carcomidas encallado para siempre en la playa de los cascajos parecía que navegaba cortando las espumas a favor del viento. La espuma se hacía mar y el mar gaviota, y el viento se volvía pinos en sus susurros y el pinar era una regata de verdes velámenes saliendo del embarcadero. Y los granitos erosionados, lisos como lomos de ballenas varadas, observan con sus catalejos de cuarzo y micas los navíos de los piratas que cercan los escondrijos del náufrago en su destierro. Un vuelo de pelícanos traza una línea de lentas y pesadas ondulaciones sobre el azul cercano de cielo y mar serenos. La casa del poeta que hablaba del mar, los mascarones y las campanas vigila en lo alto más alto esperando sus pasos y su voz nasal y monótona para que reinicie como si nada su poética marina quebrada por la muerte.

domingo, 8 de septiembre de 2013

PARFOIS JE TE RÊVE


A veces te sueño desdibujada y sin rostro para no importunar a alguien o deshacer tus remilgos de esfinge lapidaria, te veo en matices de verdes tenues y azules muy pálidos, siempre estás sentada fumando o leyendo, escondida en un rincón donde no te vean los ojos inquisidores de tu alguien celoso de lo que piensas o sueñas. Allá él, yo acá te sueño a propósito para besarte furtivo detrás de las orejas, acariciar tus piernas disfrazado de gatito ronroneador, mirar con desparpajo de macho invisible tu impúdico escote o tocar tu pelo desde un lejos cauteloso. Otras veces, para que no te asustes, no te sueño directamente sino reflejada en un espejo o en una copa de vino que hay sobre una mesa de mantel del mismo color burdeos, nunca en porcelanas o bronces porque sé que ahí no te dejas reflejar para que no se te aquieten los deseos. Te sueño semioculta entre velos o burbujas, yo detrás de un cristal o una ventana que da a la calle, vislumbro la palidez de tus muslos porque la falda la dejas al descuido sabiéndome sintiéndome que desde algún lugar imposible yo te observo como soñándote emboscado. Rara vez te hablo porque sé que no me oyes, ensimismada como estás en tus pequeñas rutinas de escarmiento, ordenando la casa o pintando tus labios con ese mismo burdeos del mantel y la copa. A veces te sueño disgregada, sin nombre ni fecha de nacimiento, anónima pero no misteriosa, para que no te me disuelvas en las soberbias de la bienamada. Suceden ciertos insomnios en que hay algo que me hace verte translucida y dividida en claros fragmentos de ti, quizá como castigo o suplicio, entonces solo me queda ir uniendo esas fracciones para contemplarte como quiero, entera y mía, y se me va la noche en ese juego de rearmar tu cuerpo de acuerdo con la poca memoria que poseo de ti. Alguna vez me equivoqué de puerta, era un sueño con poca luz, y entré en el sueño de una dama muerta que andaba buscando sus joyas para presentarse elegante y sofisticada en la puerta del infierno, conversé largo rato con ella sin saber que no eras tú, hasta que me miró con sus ojos tenues, sin vida, y le miré las manos. A veces te sueño de una densidad intangible, etérea o desvaída, entre azulina y verdosa, apenas delineada por trazos grises u ocres, y temo palparte porque, en el sueño, sé que te romperás en pedazos como papel quemado y te perderé para siempre de mis tenebrosas vigilias.

viernes, 6 de septiembre de 2013

ESENCIAS GENETICAS


Rojo el sol se hundía, la tarde arriba era violeta y púrpura.
Rojo. Francisco Antonio Ruiz Caballero. 2006.

Se escuchó un estrépito de ángeles cuesta abajo, un tintineo de alas de cristal y túnicas de concheperla, los lobos se perdieron huyendo por la nieve hacía el bosque de pinos con los ojos enrojecidos y los colmillos de un blanco reluciente. En el cielo brillaba Sirio en un azul plateado brillante pero frío, la noche sin luna, gélida y vasta, se iluminaba apenas con ese albedo multiplicado por la blancura nival que a veces se desmoronaba desde las ramas de los pinos con el mismo estrépito de los ángeles relamidos. Los ángeles silbaban entre azafrán y canela una conga mondonga haciendo sonar la bisutería de artificio y los címbalos de la feria del agosto recién sucedido. Bulliciosos papagayos trepaban por las iridiscencias que iban dejando las luciérnagas en los tremedales de lianas y jungleras podridas mucho más abajo de la desesperación de la nieve que cristalizaba en agujas de hielo de un color agrio y arrastrado que recordaba el matiz de las esmeraldas de egipcias. Los lobos aullaban perdidos en la hondonada de los colibríes, asustados de sus vuelos zumbones y de la unción de la miel. Las maderas se incendiaban con fuegos espontáneos, azules e inquietos, iluminando como un candelabro desperdigado la nieve, los lobos entumecidos y los pinos nevados. Sin un tupido velo los naranjos ostentaban sus breves soles atardecidos. Los limoneros sus amarillos silencios. La singladura de una embarcación de velamen roto dibuja un rostro que nadie ve en un mar que se evapora entre espumas rosadas. Por los parajes del páramo siempre está sucediendo algo, una lluvia que moja los cantos rodados y lisos pero no las arenas donde hacen sus nidos los alacranes, el tétrico ulular de un búho que el eco devuelve una y otra vez como un péndulo, un crujido inexplicable que surge desde el interior de una macizo rocoso granítico, el día que se oscurece sin crepúsculo y entra en la noche en un solo instante, la flor de un diente de león que lagrimea invadida de una tristeza amarilla de amarga mala hierba. Y todo se va repitiendo en un ciclo de infinitas reencarnaciones de ángeles estrellados y lobos asustados, de pinos nevados, de azafrán y canela en el baile de la conga mondonga, de papagayos escondidos, maderas quemadas, naranjos y limoneros, aquella lluvia que llueve solo sobre los pulidos guijarros, los alacranes y un búho, la sonajera de la roca granítica y la flor desconsolada, hasta que la Pili, dueña del tiempo, sopla el pompón de vilanos del diente de león esparciéndolo por el atardecer y todo deja de suceder. Vale.

jueves, 5 de septiembre de 2013

RUMORES CALLEJEROS


“—la luna era ahora un borrón de tiza—“. Colibrí. Severo Sarduy.

Cantan la guaracha honda y acontecida con sus modulaciones de barro hueco, caña madre de manos pomairinas. Las esfinges morenas, regordetas y sonrosadas aplauden desde la última fila a contracanto de las rechiflas de los pomposos vagos de la primera. La pochito cosa silba desde su invisibilidad de nieta consentida asombrando con sus hechicerías barrocas al viejo que escribe estas notas para matar la tarde fría y algo brumosa que se reparte detrás de la ventana vidriada y los barrotes de claustro medieval. Una bandada de tordos urbanos picotea las migas frente al alto muro penitenciario. Por la calle larga vienen y pasan luces amarillas a pesar del día, o siluetas marchitas caminando con el rostro entristecido, una espiral de palomas aterrorizadas se eleva huyendo del chimango que planea depredador y soberbio. Los ombúes van despertando del invierno, anchos y desproporcionados, con sus ramas lerdas como arbolitos de cuento para niños relatado por un aviador extraviado para siempre en un mar mediterráneo. El denso lejos de un olivo sin pájaros posibles se recorta hacia el oriente cordillerano con su silencio verde quieto  contra le brumosidad de la atardecida. Allá por el frente arde un fuego de largas llamas verticales, de leña inadvertida o quizá carbón de espino, en presagio de una noche de carne asada y secreta cumbiamba. Los estragos del azogue condensan la humedad que entra por las rendijas, el vaho de las respiraciones, y el perfume agonizante de las mustias flores atrapadas en un florero de cristal. El espacio se va enturbiando como la anochecida ciega de afuera que recorre las calles a ras de suelo entre las patas de los perros. Alguien se asoma furtivamente por la ventana, alguien susurra una lastimosa plegaria, alguien abre una puerta e irrumpe desapareciendo en la grietas del piso, su presencia momentánea solo la percibe la llama de una vela que parpadea en medio del aire quieto del cuarto. Sobre la mesa sin mantel hay un cenicero y una carta sin abrir, dos monedas de cobre y un pequeño puñal de plata labrada. Como si se viniera acercando se escucha el son atravesado de la guaracha y las voces chillonas de los bailantes, la música es alegrona pero la letra desengaña, un sabor de aguardiente de caña y tabaco despierta las flores marchitas como avisadas de primavera. No alcanza a irse aquel bullicio jaranero por debajo del silencio cuando ya retumba en la esquina opuesta la sonajera de las tamboras y del güiro de la cumbiamba, una alegría tintineante entra por las rendijas con sus destellos de coloridas polleras y sombreros de paja. Pero también el contento pasa disolviéndose en una calma sin ecos y alguien se queda silbando los últimos compases cumbianceros. Arriba ya es la noche, y la luna era ahora un borrón de tiza.