viernes, 27 de diciembre de 2013

DE MARIPOSAS Y MAGNOLIAS


Existe una absoluta discontinuidad entre mariposas y magnolias, discrepancias magnificadas por revoloteos y  fragancias, distinciones de texturas o de contornos del perfil en el aire cargado del mediodía. Todo acontece en la sinuosidad del tiempo que a veces es lineal oscilativo como un péndulo, y otras se curva en un espiral de sucesos como las pequeñas sombras de las gaviotas contra el crepúsculo en la ascendente sobre el mar de esa tarde. Las mariposas trazan sus delicadas danzas por las orilla de la flores, en su alegre palinología que irrumpirá en la próxima primavera repitiéndolas iguales, clónicas en su eternidad decantada. Hay alas y probóscides, antenas y palpos, y una veleidosa alegoría de colores en vuelo. La mariposa volotea y arde —con el sol— a veces. Mancha volante y llamarada, ahora se queda parada sobre una hoja que la mece (i). En las magnolias el color se despliega con el fresco silencio del nocturno, en altos follajes verde brillante, surgen del plenilunio y lo retratan escondidas y siniestras en su blanco virginal y su rosado levemente carnal. Hay estambres y pistilos, pétalos, sépalos y una altura de floración lunar. En el bosque, de aromas y de músicas lleno, la magnolia florece delicada y ligera, cual vellón que en las zarpas enredado estuviera, o cual copo de espuma sobre lago sereno (ii). El estío induce reflejos de orquídeas en las turbaciones y los estremecimientos, provoca espejismo de libélulas en la tenue reverberancia de la tarde que se despliega con infinitud de memoria de juegos de capullo, botón o pupa, de semilla o larva dormidas. Bajó una mariposa a un lugar oscuro; al parecer, de hermosos colores; no se distinguía bien. La niña más chica  creyó que era una muñeca rarísima y la pidió; los otros niños dijeron: —Bajo las alas hay un hombre (iii). Una tregua invernal de escarchas y lluvias, de fríos congregados y desolados parajes  inserta un espanto de insectos invisibles, de ausencias florales, de lejanos jardines con abejas afanadas y cerezos sobre un estanque de lentos peces silenciosos. Árbol de magnolias, te conocí el día primero de mi infancia, a lo lejos te confundes con la abuela, de cerca, eres el aparador de donde ella sacaba el almíbar y las tazas (iv). Los afanes del otoño en sus ocres y ventoleras van adormeciendo los entreveros de mariposas y magnolias, la hojarasca las mimetiza en sus agonías y desapariciones convirtiéndolas en una elegía inconclusa. Cristaliza la magnolia porque es pura y es blanca y es graciosa y es leve, como un rayo de luna que se cuaja en la nieve, o como una paloma que se queda dormida (ii). La mariposa volotea, revolotea, y desaparece. (i)


Notas bibliográficas.-
(i) “Mariposa de Otoño”, Pablo Neruda.
(ii) “La Magnolia”, José Santos Chocano.
(iii) “Bajó una mariposa a un lugar oscuro...”, Marosa di Giorgio
(iv) “Árbol de magnolias...” Marosa di Giorgio

miércoles, 25 de diciembre de 2013

COTIDIANEIDADES DE LOS ESPURIOS


En las mañanas su silencio se embancaba en el maicillo de caolín, cuarzo y feldespato o se incrustaba como un grillo asustado en las grietas y diaclasas de exfoliación de los erosionados bloques rocosos, dormían solo unas pocas horas hacinados, ocultos, casi transparentes, insertos en las ásperas descamaciones berroqueñas. En el mediodía se escondían en las innumerables oquedades de aquellos granitos costeros del grande imperio donde solían alimentarse de las pequeñas mariposas azules que cruzaban por las bocaminas de aquellas cavidades ásperas y circulares en busca de los néctares venenosos del euforbio y de las libélulas tornasoladas que se alimentaban de ellas. En las tardes se escurrían sigilosos entre las piedras y los arbustos para ir a beber siempre sedientos el agua arcillosa en los charcos de la última lluvia, o en tiempos de sequía, la savia acre y lechosa de las euforbiáceas que les dejaba los ojos glaucos y vidriosos. En los atardeceres iniciaban los misteriosos monólogos que se iban convirtiendo en un zumbido cada vez más agudo hasta que sobrepasaba el ruido del oleaje de las playas pedregosas o de los estallidos de las espumas del mar furioso contra los roqueríos de las algas que se mecían como luctuosas cabelleras de sirenas muertas. En las noches visitaban asiduamente los tugurios de mala muerte que espejeaban como rojas luciérnagas en las callejuelas entorno al puerto mayor o en la costanera que bordeaba de la caleta triste y empobrecida de los pescadores, allí compartían el vino agrio y el denso humo del tabaco con las marchitas prostitutas o el coñac con sabores de las maderas de roble y los caros perfumes de las meretrices de ojos pintados con oligisto a la usanza de las diosas egipcias. En las madrugadas volvían cantando jaraneros en medio de una algarabía que espantaba a las gaviotas y hacía huir a los lagartos, ebrios de licores, con los cuerpos pintados de rouge y olorosos a benjuí, a sudores de cantina y a tabaco rancio. Veces el plenilunio los confundía en su luz de plata bruñida y se pasaban la noche al acecho inútil de las libélulas y las mariposas que nunca llegaban, otras veces un eclipse o un día de nubarrones oscuros los arrastraba sin más a los callejones dormidos o a la costanera atestada de cajones de merluzas exangües y mallas con mariscos petrificados, y se pasaban el resto de la jornada golpeando las puertas de los míseros burdeles clandestinos o haciendo retumbar los pulidos aldabones de los salones del pecado.

sábado, 7 de diciembre de 2013

INCLEMENCIAS


“desbaratada la ficción del Tiempo / sin el amor, sin mí.” Amorosa anticipación. Jorge Luis Borges.

Es la muerte del viento, la espiral el helicoide de gaviotas silenciosas en la ascendente sobre el mar contra un azul cielo empavonado de siniestras metáforas de los retos escombros de un pasado arrumbado en los últimos rincones, en la melancolía de las grietas por donde las hierbas crecen aferradas al pequeño abismo del muro. Sé que hizo llover para que los ojos de los pájaros no la persiguieran desde mis ojos fisgones pero igual la obligué a pensarme mientras miraba sin mirar su misma lluvia en las ventanas o escuchabas el silencio de los mismos pájaros míos, y yo era pasto y piedra, agua y silencio y pájaros ciegos, y también el susurro que buscaba en los matorrales y los árboles llovidos para que fuera a besarla en las noches mientras escuchaba el murmullo de su lluvia que no descampaba nunca en el siempre de su recuerdo en mis recuerdos de un amor confuso, misterioso, complejo, que me inspiró/asustó por todo su tiempo, ahora detenido, cuando se hicieron duros y filosos cristales sus celos. En las desinencias de sus verbos inconclusos pervivían las esencias de los tenebrosos laberintos y de los arcos de mármol que cercaban sus monumentos fúnebres, sus estatuas siniestras en los parques del otoño vertido, las evanescencias que la asiluetaban en el contracrepúsculo de maja o diva, las divergencias que bifurcaron los días de su voz y mi silencio. El prodigio de ubicarla en los catálogos del tiempo sucedido con la absoluta certeza de la equivocación, de sentirla viviendo reviviendo los claustros donde abjuró sin traiciones del espanto de la huida continúa, de la fuga de ella misma, de la disolución de los años que carcomen horadan roen fragmentan y disgregan más allá de la arena o la ceniza. Diosa impasible o irascible según los matices de los rojos o de los verdes, según los capítulos de los antiguos libros del destino o según la densidad de las piedras en la palma de su mano. En cierto sentido la nostalgia la visitaba o habitaba desde siempre ocluida en la maraña de las calles de las ciudades que no eran la suya, en los tumultos y en los dialectos, en la nieve o las sabanas, en el viento muerto y en los escombros de todos los ayeres de su desolación, en la única ausencia que la dejaba con la mirada perdida en los bosques esperando ver unos ojos que quizá nunca volverá a ver.

Imagen: Fotografía de Hilda Breer, abril 2013