En las mañanas su silencio se embancaba en el
maicillo de caolín, cuarzo y feldespato o se incrustaba como un grillo asustado
en las grietas y diaclasas de exfoliación de los erosionados bloques rocosos,
dormían solo unas pocas horas hacinados, ocultos, casi transparentes, insertos
en las ásperas descamaciones berroqueñas. En el mediodía se escondían en las
innumerables oquedades de aquellos granitos costeros del grande imperio donde
solían alimentarse de las pequeñas mariposas azules que cruzaban por las
bocaminas de aquellas cavidades ásperas y circulares en busca de los néctares
venenosos del euforbio y de las libélulas tornasoladas que se alimentaban de
ellas. En las tardes se escurrían sigilosos entre las piedras y los arbustos
para ir a beber siempre sedientos el agua arcillosa en los charcos de la última
lluvia, o en tiempos de sequía, la savia acre y lechosa de las euforbiáceas que
les dejaba los ojos glaucos y vidriosos. En los atardeceres iniciaban los
misteriosos monólogos que se iban convirtiendo en un zumbido cada vez más agudo
hasta que sobrepasaba el ruido del oleaje de las playas pedregosas o de los
estallidos de las espumas del mar furioso contra los roqueríos de las algas que
se mecían como luctuosas cabelleras de sirenas muertas. En las noches visitaban
asiduamente los tugurios de mala muerte que espejeaban como rojas luciérnagas
en las callejuelas entorno al puerto mayor o en la costanera que bordeaba de la
caleta triste y empobrecida de los pescadores, allí compartían el vino agrio y
el denso humo del tabaco con las marchitas prostitutas o el coñac con sabores
de las maderas de roble y los caros perfumes de las meretrices de ojos pintados
con oligisto a la usanza de las diosas egipcias. En las madrugadas volvían cantando
jaraneros en medio de una algarabía que espantaba a las gaviotas y hacía huir a
los lagartos, ebrios de licores, con los cuerpos pintados de rouge y olorosos a
benjuí, a sudores de cantina y a tabaco rancio. Veces el plenilunio los
confundía en su luz de plata bruñida y se pasaban la noche al acecho inútil de
las libélulas y las mariposas que nunca llegaban, otras veces un eclipse o un día
de nubarrones oscuros los arrastraba sin más a los callejones dormidos o a la
costanera atestada de cajones de merluzas exangües y mallas con mariscos petrificados,
y se pasaban el resto de la jornada golpeando las puertas de los míseros
burdeles clandestinos o haciendo retumbar los pulidos aldabones de los salones del
pecado.
miércoles, 25 de diciembre de 2013
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Muy hermoso texto barroco surrealista.
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