domingo, 27 de noviembre de 2011

PARADISO (fragmento final) - JOSÉ LEZAMA LIMA

Rodaba ya el primer cuadrante de la medianoche y José Cemí tarareaba y quería pasar más dentro del silencio. La noche caía incesante como si se hubiera apeado de un normando caballo de granja. Cemí se sentía apoyado por el traqueteo de los ómnibus, los dialogantes esquinados, disciplinantes y procesionales del Gran Uno. La brisa tenía algo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en sus bordes por la iguana columpiaba de nuevo a la noche. La noche agarraba por los brazos, sostenía en su caída al reloj de pared, dividía el cuerpo de la harina con su péndulo de obsidiana. Cemí sentía la claridad lunar delante que oscilaba como la silueta del pájaro Pong, desde el mar hasta la caparazón de la tortuga negra. La blancura descendía hasta ese caparazón y se hacían visibles para la lectura sus veinticuatro cuadrados emblemáticos.

No, no era la noche paridora de astros. Era la noche subterránea, la que exhala el betún de las entrañas trasudadas de Gea. Su imago reconstruía un cangrejo rojo y crema saliendo por un agujero humeante. ¿Se había despedido de Fronesis? ¿Se volvería a encontrar en el puente Rialto en el absorto producido por la misma canción? ¿Cerca estaría Foción en acecho? Esas preguntas pesaban como un tegumento de humo y hollín en cada una de sus pisadas. Sentía dos noches. Una, la que sus ojos miraban avanzando a su lado. Otra, la que trazaba cordeles y laberintos entre sus piernas. La primera noche seguía los dictados lunares, sus ojos eran también astros errantes. La otra noche se teñía con el humillo de la tierra, sus piernas gravitaban hacia las entrañas terrenales. Bajaba los párpados, le parecía ver sus ojos errantes describiendo órbitas elípticas en torno al humillo evaporado o el animal carbunclo.

Una era la noche estelar que descendía con el rocío. La otra era la noche subterránea, que ascendía como un árbol, que sostenía el misterio de la entrada en la ciudad, que aglomeraba sus tropas en el centro del puente para derrumbarlo. Cosa rara, el claroscuro buscaba más el color rojo cremoso del cangrejo que el dibujo de BUS muelas tiznadas de negro. Se sonrió con cierto temor incipiente, ver como en dos carteles lumínicos, muy cerca uno de otro, muela de cangrejo y carie dental. Condescender con esa ligera broma, le permitió apresurar el paso, como si le prestasen una capa para hacerse indistinto en la noche. Así la noche no tendría que perseguirlo ni él se vería obligado a arengarla, dando manotazos en la neblina, cortando los párrafos como si rompiese el encaje de la araña. Sentía, separando los cañaverales de la Orplid, la curvatura del pescuezo de un caballo de bronce, por donde ascendían los termitas profesionales. El caballo, de granito rojo o gris nocturno, pasaba por debajo del arco de triunfo y contemplaba durante mucho tiempo las carteleras con el único teatro en esos confines de las playas no descubiertas. Noche de los idumeos, escudo de granadillo de la caballería hitita, flanco derecho en la batalla de Cannas. La arcilla mezclada con el polvo de carbón, hacía espesar las sombras hasta dar manotazos. Forzó la mirada para no ver el caballito de bronce en el centro de la isleta, el rabo era de color escarlata y toda la crin del pescuezo estaba embadurnada de amarillo. En el claroscuro del fondo se veían pasar tachonazos verdes, amarillos, blancos. Era la noche verdosa, sombría, desde luego, pero muy cerca del árbol, a la entrada del puente que se hundía a cámara lenta.

El avance de Cemí dentro de la noche —eran ya las tres menos cuarto, pudo precisar tan indeciso como inquieto—, fue turbado cuando su absorto ingurgitó. Una casa de tres pisos, ocupando todo el ángulo de una esquina, lo tironeó con un hechizo sibilino. Toda la casa lucía iluminada y el halo lunar que la envolvía le hizo detener la marcha, pero sin precisar detalles; por el contrario, como si la casa evaporase y pudiese ver manchas de color que después se agrupaban esos agrupamientos le permitían ir adquiriendo el sentido de esas distribuciones espaciales. La casa en sus tres pisos repetía el mismo ordenamiento interior: una pequeña pieza seguida de un salón. En el salón se distribuían parejas y pequeños grupos que parecían hablar apretando los labios. No obstante, la convergencia de esas personas en la medianoche, no mostraban ese conocimiento que se tiene de la casa de todos los días, o la que se visita con reglada continuidad. Parecían extraños que por primera vez hubieran coincidido en esa unidad espacial, aunque entre los asistentes unos parecían familiares y otros más solemnes y estirados, revelaban un trato por el oficio, la vecinería o la coincidencia de la infancia en colegio, playa o excepcionales momentos de peligro o de placer.

Le sorprendía la totalidad de la iluminación de la casa. Chorreaba la luz en los tres pisos, produciendo el efecto de un ascendit que cortaba y subdividía la noche en tajadas salitreras. Era una gruta de sal, un monte de yagruma, una línea interminable de moteados de marfil, gaviota, dedales de plata y la sorprendente sutileza con que la lechuza introduce sus tallos de amarillo en la gran masa de blancura. Cuchicheaban, sumergían la conversación, reaparecían dándose un golpecillo en la nariz. Las pecheras sobresalían como un pavón con la cresta de ópalo. No era la blancura sorprendente de la cresta de diamantes, era la blancura espesa del ópalo. Opalescencia, palores, licustre, vida que desfallece a la orilla del mar. Pero hasta allí un abullonado crescendo de la luz, hinchado en bolsa de celentéreo, mordiendo implacablemente el verde en la línea horizontal de la iguana, inflando sus carrillos como en una aleluya de marina consagración. Sin sonar los zapatos, parecía que soplaran la puerta de espejo, como si fueran a comenzar a bailar, pues sus pasos al acercarse eran medidamente lentos y aterciopeladamente ceremoniosos. Pero no, se acercaban para preguntar un teléfono o un manantial de chocolate. Daban las gracias, se retiraban, apenas se oían sus sílabas.

Cemí adelantó la cabeza, después la echó hacia atrás, como quien quiere cristalizar la luz. Pero lo seguía acompañando con gran nitidez ese cuadrado de luz. La casa lucífuga, muy clavada en su esquina, con una luz que descendía, a medida que se iba endureciendo, tironeada por el cangrejo cremoso, hacia la hibernación subterránea. El topo clavado por el rabo, el conejo dominical, el gato moviendo sus bigotes como si fuera a unir dos palabras, esperaban al visitador sorprendido por el retroceso del balano y la aparición del casquete de cornalina. La luz aglomerada tiró también de Cemí, sentía que se iba sucediendo el tranquilo oleaje de las sílabas:

Ceñido el amanecer, los

blancos de Zurbarán, pompas

del rosicler. Los anillos

estarán con el pepino y el

nabo de las huestes de

Satán. Cualquier fin es el

pavo, tocado por la cabeza,

pero ya de nuevo empieza a

madurar por el rabo.

Cemí seguía su caminata en la medianoche y oyó de pronto cómo se levantaba una musiquilla. Era un tiovivo, una estrella giratoria y un whip. El tiovivo con pequeños caballos velazqueños, regalados de pechos y ancas, rojos, amarillos, negros. Detrás de los rifosos iban unas carrozas, hechas para tías con niños muy pequeños. Un provecto se veía que engrasaba los motores para entreabrir el domingo. Los carros de whip tenían una capota húmeda que cenia al coche para evitar el goteo de los grillos. Parecía que el látigo restallaba sobre la música temblona. El provecto acariciaba la capota del whip, para escurrir el agua que se deslizaba dentro del coche. Gamuzaba los caballos avivando sus monturas y sus ijares. Encendía la estrella y la iba revisando asiento por asiento, la confianza en su eje, su movilidad, el cierre de sus puertas. Comenzó a darle vueltas al manubrio y la música empezó a refractarse, a desprender como centellitas. Pasaban los globos de cristal entre los caballos y las carrozas. Pero ninguno de ellos se rompía contra un belfo o contra las ancas. Eran como grupos de abejas que seguían rumbos videntes, paseando entre los rifosos, describiendo gozosas el círculo de la estrella giratoria y estableciéndose sobre la capota, después de alejar el grillo goteando. El hombre muy viejo que cuidaba el pequeño parque infantil, parecía un limosnero anclado allí para pasar la noche. Pero quería justificar su trabajo, hacer algo, quería que por la mañana le regalaran unas cuantas pesetas. La musiquilla durante toda la noche aparecía como el compás de su trabajo sin tregua. Pero lo mismo podía hacer ese trabajo en la media noche, que esconder un feto en uno de los carros de la estrella, poner flores pestíferas en la boca de los caballitos velazqueños o soltar una tuerca del whip para que sus cervezados tripulantes descendieran al sombrío Orco. Se cimbreaba al caminar, con los movimientos de un gusano recorriendo cuadrados blancos y negros. Después de unos plumerazos, se dirigió a uno de los asientos de la estrella y pareció agazaparse más que adormecerse. Agazapado, remedaba el agua silenciosa que escurría el grillo en una gota que tenía el tamaño de su excremento.

Cemí siguió avanzando en la noche que se espesa, sintiendo que tenía que hacer cada vez más esfuerzo para penetrarla. Cada vez quedaba un paso le parecía que tenía que extraer los pies de una tembladera. La noche se hacía cada vez más resistente, como si desconfiase del gran bloque de luz y de la musiquilla del tiovivo. Le pareció ver un bosque, donde los árboles trepaban unos sobre otros, como el elefante apoyando las dos patas delanteras sobre una banqueta, y sobre el lomo del elefante perros y monos danzando, persiguiendo una pelota, o saltando sobre un ramaje, para caer de nuevo sobre el elefante. La transición de un parque infantil a un bosque era invisiblemente asimilado por Cemí, pues su estado de alucinación mantenía en pie todas las posibilidades de la imagen. No obstante sintió como un llamado, como si alguien hubiese comenzado a cantar, o un nadador que después de unir sus brazos en un triángulo isósceles se lanza a la piscina, más allá de la empalizada. Era un ruido inaudible, la parábola de una pistola de agua, una gaviota que se duerme mecida por el oleaje, algo que separa la noche del resto de una inmensa tela, o algo que prolonga la noche de una tela agujereada por donde asoman su cabeza de clavo unos carretes de ebonita. Era un pie de buey lo que pisaba a la noche.

Se sintió Cemí como obligado a mirar hacia atrás. El cuidador había emprendido una marcha frenética desde el asiento de la estrella giratoria, donde parecía adormecerse, hasta la cerca que rodeaba el parque infantil. Una oblicuidad lunar asumió la blancura y Cemí pudo percibir en aquel rostro una espinilla negra, a la que la prolongación de la blancura daba como el tamaño de una lengua que resbalara a lo largo de la nariz. Miraba el guardador a uno y otro lado como un osezno tibetano enredado en el fósforo de su propio círculo. La cara se le embadurnaba con el sudor y esa agua acaudalada le bajada por las orejas formando un volante arete napolitano. La cara trasudada y el carbón de la noche a su lado, le daba el aspecto del timonel de una máquina infernal. Temblonas sus rodillas golpeaban la madera del círculo del parque infantil y así esa línea divisoria comenzó también a temblar formando como un aquelarre, donde cada una de las clavadas estacas comenzó una danza grotesca dentro del redondel protegido por la oblicuidad lunar.

Aquel bosque que había entrevisto al final de su marcha, donde los monos y los perros saltaban sobre un elefante que se hundía y elevaba, se le fue acercando. La casa misma parecía un bosque en la sobrenaturaleza. Se veía el entrelazado ornamento de la verja que servía también de puerta. En su centro, un cuadrado de metal muy reluciente, donde estaba la cerradura. El tamaño de esta última revelaba que necesitaba una llave de excesivas dimensiones, como para abrir el portón de un castillo. Por el costado de la casa se veía un corredor aclarado por la blancura lunar. El final del corredor permitía penetrar en una extensa terraza, que estaba rodeada de un jardín descuidado, donde faltaban las podaderas y el ejercicio voluptuoso. ¿Se atrevería Cemí por aquel corredor, cuyo recorrido era desconocido y su final, en la terraza, ondulaba como la marea descargada por un espejo giratorio?

El corredor era todo de ladrillos y su techo una semicircunferencia igualmente de ladrillos rojos. A lo largo del corredor se veían en mosaicos de fondo blanco, lanzas, llaves, espadas y cálices del Santo Grial. La lanza penetraba en un costado del que ascendía un bastón, la llave franqueaba la entrada a un castillo hechizado, la espada de las decapitaciones en una plaza pública y los caballeros del rey Arturo se sentaban alrededor de la copa con sangre. Los emblemas de los mosaicos estaban tratados en rojo cinabrio, la lanza era transparente como el diamante, un gris acero formando la espada encajada en la tierra como un phalus, y cada trébol representaba una llave, como si se unieran la naturaleza y la sobrenaturaleza en algo hecho para penetrar, para saltar de una región a otra, para llegar al castillo e interrumpir la fiesta de los trovadores herméticos. Una guirnalda entrelazaba el Eros y el Tánatos, el sumergimiento en la vulva era la resurrección en el valle del esplendor. Después de atravesar el corredor, que era el costado de toda la extensión de la casa, Cemí salió a una terraza del mismo tamaño que el corredor. En uno de sus ángulos más distantes pudo percibir un dios Término, su graciosa cara era en extremo socarrona, al centro de la piedra se veía muy prolongado el bastón fálico. La carcajada que rezumaba el rostro de Término, era de la misma índole que la alegría que ordenaba su gajo estival. Al lado de la piedra del dios socarrón, se veía una mesa, que tapada por el dios ofrecía una oscuridad indescifrable. Se veía que allí pasaba algo, pero qué era lo que escondía ese pedazo de oscuridad, qué era ese escudo que tapaba el rostro en el momento en que iba a ser esclarecido por la oblicuidad lunar.

El hechizo de la casa estaba en los escalonamientos que ofrecía su entrada. Estaba construida sobre un mogote y la escalerilla para penetrarla se apoyaba sobre la tierra que tenía como dos metros de altura. Esa altura donde estaba la casa, le prestaba todo su encantamiento. En lo alto de sus columnas chorreaban calamares, los que se retorcían a cada interpretación marina para receptar los consejos lunares. El avance de cada columna estaba interrumpido por peanas con pinas de estalactitas y en cada una de las hojas de su corona, se extendían y bostezaban lagartos cuya inquietud describía círculos infernales con sus ojos, mientras su cuerpo prolongaba el éxtasis durante toda la estación. Entraban y salían de la piedra las agujas; las abejas, el lince y el perezoso jugaban sin romper el silencio nocturno en la copa de un árbol formado por la luz cristalizada. Una mezcla de pulpo y estalactita trepaba por aquellas columnas inundadas de reflejos plateados. La casa parecía sin moradores, o éstos estaban adormecidos como el lagarto durante el otoño. Mientras duraban sus sueños, iban uniéndose la gota de agua que forma la estalactita y la gota de la tinta del calamar, ablandando una piedra que repta y asciende en la medianoche. Cemí volvía ya por el corredor, cuando sintió como la obligación dictada por los espíritus de los hijos de la noche, de precisar qué era lo que pasaba en el ángulo ocupado por el dios Término, donde se veían dos bultos amasijados por el espesor de la nocturna.

Atravesó de nuevo el corredor, se paró frente a la terraza. Recorrió todo el cuadrado que parecía brotar una blancura como una pequeña hierba. Fue calmosamente a la esquina del dios, con los dos bultos que la oscuridad tornaba en una capa hinchada cubriendo un saco de plomo. Al lado del dios Término, vio dos espantapájaros disfrazados de bufones, jugando al ajedrez. Uno adelantaba la mano portando el alfil, la mano se prolongaba en la oblicuidad lunar. Recordó que en francés los alfiles son llamados fous, locos, y que están representados en trajes de bufones. El otro espantapájaros estaba en la actitud de esperar la oblicuidad que avanzaba, la locura que como una estrella errante iba a exhalar la noche, el salto que iba a dar el bufón en su danza grotesca. Estaba escrito con un carbón en la mesa, el verso de Mathurin Régnier: Les fous sont aux écheos, les plus proches des rois, los locos en el ajedrez son los más inmediatos a los reyes. Contemplados por Cemí, los dos bufones, rendidos al sueño, doblaron sus cuerpos y se abandonaron al éxtasis del lagarto, como si sobre sus cabezas hubiera caído la gota de agua que forman las estalactitas, unida a la gota de la tinta del calamar.

Cemí volvía ahora al cuadrado de donde había partido. La misma ofuscadora cantidad de luz y los mismos grupos de murmuradores. Un ritmo guiaba sus pasos:

Un collar tiene el cochino,

calvo se queda el faisán,

con los molinos del vino

los titanes se hundirán.

Navaja de la tonsura,

es el cero en la negrura

del relieve de la mar.

Naipes en la arenera,

fija la noche entera

la eternidad... y a fumar.

Fue ascendiendo por la escalera. Pudo ver unos salones vacíos y otros llenos de murmuradores minuciosos, que acercaban las palabras a los oídos como para que el silencio no fuera interrumpido. Al llegar al tercer piso, notó que de una de aquellas capillas brotaba una exacerbada proliferación lucífuga. Reinaba una luz de volatinero, semejante a la que en el circo acompaña al cuerpo que salta como un pájaro, sólo que aquí el parecido estaba en los más opuestos confines, pues la luz batía en torno a la más extremada inmovilidad. Al salir de la escalera, se inmovilizó momentáneamente, notó que de repente una persona se levantaba del coro de los conversadores y que después de mirarlo como para reconocerlo comenzaba a hacerle señas con la mano para que se acercara. Cemí penetró en la cámara de los conversadores silenciosos. Era la hermana de Oppiano Licario la que lo había llamado —yo sabía que usted vendría esta noche última. No pude llamarlo, desconocía la dirección de su casa, sin embargo, yo sabía que usted no faltaría esta noche —le dijo a Cemí, con un desesperado dolor sereno. Cemí comprendió de súbito que aquella fiesta de la luz, la musiquilla del tioviovo, la casa trepada sobre los árboles, el corredor con sus mosaicos, la terraza con sus jugadores extendiendo la oblicuidad lunar, lo habían conducido a encontrarse de nuevo con Oppiano Licario. Recordó el relato de doña Augusta, su bisabuelo muerto, con uniforme de gala, intacto, que de pronto, como un remolino invisible, se deshacía en un polvo coloreado. La cera de la cara y las manos, con su urna de cristal, de Santa Flora, ofreciendo una muerte resistente, dura como la imagen del cuerpo evaporado. La cera repentinamente propicia al trineo del tacto, ofreciendo un infinito deslizamiento. De nuevo la voz de su padre, escondido detrás de una columna, y diciéndole con voz fingida: —cuando nosotros estábamos vivos, andábamos por un camino, y ahora que estamos muertos, andamos por este otro—. Cobró vivencia de la frase "andar por el otro camino". Ascendió la imagen de Oppiano Licario, pero ya solo en el ómnibus, con todos los demás asientos vacíos, sonando sus colecciones de medallas, mandando a detener al caballito de sus dracmas griegos, con sus pechos y sus ancas desproporcionados en relación con la cara y con las patas pequeñas que rotaban sobre un tambor. El inmenso tambor de la noche, un tambor silencioso, que fabricaba ausencias, huecos, retiramientos, desconchados por los que cabía un brazo de mar.

—Venga conmigo, vamos a verlo —dijo la hermana de Oppiano Licario. Trigueña pálida, con ojos azules que parecían una balanza que soportase un peso desconocido, tal vez un pez entrevisto entre el claroscuro de su plata y la noche posada en el árbol de coral. Su piel, extremadamente pulimentada, mostraba el contrapunto de sus poros, hecha invisible la entrada y salida de la aguja que había elaborado esa malla. Su piel era la defensa de su intelligere, su órgano de visión, penetración y rechazo. Desde el aire hasta la mano que ceñía su mano, daban una excusa o se justificaban en su piel. Su nombre era Ynaca Eco Licario, le decían sus familiares Ecohé, mostraba como su hermano una total confianza religiosa en sí misma y ese sí mismo estaba formado por dos líneas que se interceptaban en un punto. Y ese punto era el encuentro entre su azar y su destino. Su misterio estaba en que a veces su piel temblaba, sin saber quién dictaba ese temblor.

Se acercó a la lámina de cristal, el rostro de Oppiano mostraba ya una impasibilidad que no era la de su habitual sindéresis, la de su infinita respuesta. Como un espejo mágico captaba la radiación de las ideas, la columna de autodestrucción del conocimiento se levantaba con la esbeltez de la llama, se reflejaba en el espejo y dejaba su inscripción. Era la cola de Juno, el cielo estrellado que se reflejaba en el paréntesis de las constelaciones. Su cuerpo ya no paseaba por las azoteas, para fijar la errante lectura de los astros. Cerrados los párpados, en un silencio que se prolongaba como la marea, rendía la llave y el espejo.

La hermana de Licario deslizó en la mano de Cemí un papel doblado, al mismo tiempo que le decía: Creo que fue lo último que escribió. Apretó Cemí el papel como quien aprieta una esponja que va a chorrear sonidos reconocibles. Entre los familiares y amigos que rodeaban el féretro, pudo encontrar un lugar donde sentarse. Todas aquellas personas habían sentido esa inflamación de la naturaleza para alcanzar la figura, esa irrupción de una misteriosa equivalencia que siempre había despertado Oppiano Licario. Lo que gravitaba en la pequeña capilla era eso precisamente, la ausencia de respuesta. Cemí extendió el papel y pudo leer:

JOSÉ CEMÍ

No lo llamo, porque él viene,

como dos astros cruzados

en sus leyes encaramados

la órbita elíptica tiene.

Yo estuve, pero él estará,

cuando yo sea el puro conocimiento,

la piedra traída en el viento,

en el egipcio paño de lino me envolverá.

La razón y la memoria al azar

verán a la paloma alcanzar

la fe en la sobrenaturaleza.

La araña y la imagen por el cuerpo,

no puede ser, no estoy muerto.

Vi morir a tu padre; ahora, Cemí, tropieza.

Cemí con los ojos muy abiertos atravesaba el inmenso desierto de la somnolencia. Veía a la llamita de las ánimas que se alzaba en los cuerpos semisumergidos de los purgados durante una temporada. Llamitas fluctuantes de las ánimas en pena. Luego, contemplaba unas fogatas que como árboles se levantaban en el acantilado. Lucha tenaz entre el fuego y las piedras. Después, eran llamaradas que querían tocar el embrión celeste y a su lado un tigre blanco que daba vueltas circulizadas en torno a las llamas, comenzando a escarbar en sus sombras oscilantes. Lamía sin descanso el tigre blanco en la médula de saúco; el espejo con una fuente en el centro, levantaba un remolino traslaticio, llevaba al tigre por los ángulos del espejo, lo abandonaba, ya muy mareado, con el rabo enroscado al cuello.

Iba saliendo de la duermevela que lo envolvía. La ceniza de su cigarro resbalaba por el azul de su corbata. Puso la corbata en su mano y sopló la ceniza. Se dirigió al elevador para encaminarse a la cafetería. Lo acompañaba la sensación fría de la madrugada al descender a las profundidades, al centro de la tierra donde se encontraría con Onesppiegel sonriente. Un negro, uniformado de blanco, iba recogiendo con su pala las colillas y el polvo rendido. Apoyó la pala en la pared y se sentó en la cafetería. Saboreaba su café con leche, con unas tostadas humeantes. Comenzó a golpear con la cucharilla en el vaso, agitando lentamente su contenido. Impulsado por el tintineo, Cemí corporizó de nuevo a Oppiano Licario. Las sílabas que oía eran ahora más lentas, pero también más claras y evidentes. Era la misma voz, pero modulada en otro registro. Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar.


En su voz:

http://palabravirtual.com/index.php?ir=ver_voz1.php&wid=839&p=JosA%A9_Lezama_Lima&t=Paradiso_fragmento&o=JosA%A9+Lezama+Lima

ANTIGÜEDADES

Es en los mármoles y las porcelanas, en sus brillos dormidos y sus letargos inmóviles sobre los plintos o en el aire estanco de las vitrinas donde se condensan con crueldad las virutas de los tiempos pasados. Van tomando esa dejadez que asume lo decadente cuando en su última fase el azufre del olvido ya comienza a difuminar las formas, los relieves, y la patina del abolengo se cuartea en una cuadricula de minúsculas miserias y pequeños desconches. El hierro en eso es más humilde, sus vanidades están limitadas a la primera flor rojo azumagado que brota en alguna oquedad creada por el artista o en un poro abierto en la fundición, de ahí en más sus herrumbres los descuajan en un avance continuo, devastador, tornando en ocres y rojizos limoníticos la sedosa superficie gris grafito de un cuenco medieval o de un brioso caballo encabritado. Pero hay ciertas pátinas estables de color verdoso en los cobres antiguos que le dan una distinción inequívoca, similar a la mustia elegancia del verde pálido de los bronces viejos, como si pertenecieran a un linaje de objetos inmortales. Las maderas que sobreviven a los xilófagos poseen en sus contrachapados y taraceados, en sus teñidos y barnices, en sus veteados con las lejanas tonalidades del tronco original, la continuidad de los años de uso cotidiano marcada en los bordes romos, en el lustre apagado de los herrajes y en esa intima pulcritud de mueble atemporal. La cristalería, delicadas sílices imperecederas, guarda en sus transparencias y en sus brillantes colores metálicos el secreto de una frágil perpetuidad, sujeta siempre a la brusca torpeza, a la violenta rabieta o al súbito azar sísmico. Todas las cosas envejecen con sus propios ritmos y quebrantos, algunas se difuminan de la burda realidad sin llamar la atención ni molestar en sus estropicios, otras persisten en un por aquí y por allá, deambulando por cariño dubitativo hasta encontrar su tumba definitiva en el oscuro silencio de un cuarto de tratos inservibles, como macetero de hierba menta, o participando apáticas como un gato anciano en un alegre juego de niños. Y las hay que permanecen estoicas detrás de un cristal por generaciones, abusando de una antigüedad real o supuesta, esperando por meses que alguien las observe aunque sea por un instante con amor de anticuario y justifique su insoportable perdurabilidad. En los parques y las plazas se diría que sus altos pedestales salvan a las estatuas de las corrosiones del descampado, nadie alcanza a percibir las trizaduras o la corrosión, solo se perciben las albas nevazones de las palomas que las van carcomiendo allá en las alturas con la lenta voracidad de un musgo enmascarado. Es que el tiempo es veleidoso con los objetos que no participan de sus rutinas transitorias y que no respetan su draconiano ciclo mortal.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

ILACIONES

La brisa tenía algo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en sus bordes por la iguana columpiaba de nuevo a la noche. La noche agarraba por los brazos, sostenía en su caída al reloj de pared, dividía el cuerpo de la harina con su péndulo de obsidiana. La obsidiana que en su concavidad volcánica ocultaba a la madre de todos los verdes dragones pariendo su último vástago. El vástago que iniciaba sus contorciones de feto recién nacido en el nido de guirnaldas azules. Los azules de cianuro pintaban los mares profundos de celacantos y grandes calamares huyendo de las espumas de los oleajes, los oleajes que se venían mancillando en sus alburas por un plancton de mares sin horizontes que escribían obscenos versos de marineros en los límites de las altas mareas. Las mareas en contraluna con su encaje luminoso de noctilucas llevaban en las rompientes incesantes arcos convexos con refractados y extravagantes radiolarios, los radiolarios merodeaban enquistados en la sinuosidad de las algas danzantes entre los faluchos mecidos por las ondas atenuadas por los arcoíris de los aceites derramados en el molo maloliente por los grandes barcos. Los barcos anclados con sus pequeñas banderas siempre extranjeras aleteando en la marina salazón de los vientos. Los vientos sostenían inmóvil una bandada de alcatraces sobre el cardumen de plateadas anchovetas que giraba como un huso multitudinario en medio de la bahía, la bahía quieta con el cardumen como un rostro sumergido a medias aguas de un ahogado bebiendo el brebaje de salmueras con la alquimia de los continentes en continua disolución. La disolución de los enormes féretros de dinosaurios durmiendo en sus huesos fosilizados empotrados en las estrafalarias geologías erosionadas de las calizas, las calizas con sus amonites y sus laberintos karsticos y sus insondables cenotes donde las aguas poseen la misma misteriosa transparencia de los más puros diamantes. Los diamantes embadurnados en su porosidad vítrea por el sudor de los negros esclavos atrapados en la voracidad de los blancos sin perdón. El perdón convertido en la mera cáscara del fruto del árbol del mentido paraíso donde las crisálidas nunca llegaban a ser mariposas, las mariposas que emigraron hasta las cumbres borrosas de las cordilleras en busca del polen infecundo de las pasionarias. Las pasionarias trepando los troncos azumagados por los líquenes y musgos en su hosca persistencia. La persistencia perfumada de la jungla esparcida por aquella brisa.

Nota.- En cursiva; cita de Paradiso, José Lezama Lima, 1966.

domingo, 20 de noviembre de 2011

SOLO SIGNIFICANTES

Los vestigios de la tarde zozobran entumecidos de los vientos tremolantes de eucaliptos y palmeras extraviadas. Una fila de hormigas soporta atareada el vaivén del único universo posible de entre todos los multiversos probables. Los astylus se extinguen hasta la próxima primavera arrastrando hacia un cíclico Gólgota la misma cruz de Anjou que detentó el escudo de la dinastía del extinto rey de Polonia. Los guijarros del río de las Piedras se tornan cuarzos y turmalinas para escaquear las orillas donde las ranas y los cangrejos jueguen su axedrez nocturno escondidos de la blancura mortal de las garzas. Un arcoíris de metales iridiscentes abre un portal en mitad del cielo dividiéndolo en dos gajos especulares cada uno con sus nubes y sus pájaros. Siniestras topologías con sus juegos incomprensibles de rotaciones, traslaciones o reflexiones destuercen los girasoles, los zarcillos de los clarines y los negros élitros de un arcángel contumaz. Larvas de mariposas de la col abusando de tautologías que hacen verdadera cualquier interpretación escriben en sánscrito las cuatro nobles verdades en la corteza de un ginkgo. Las lombrices resecas, los pontones mecidos por las olas muertas de todos los puertos, la sombra imposible del alicanto deslizándose sobre un campo de amapolas ocupadas en sus opios y sus rojos. Suceden albas y torrentes, rizomas, cuencos de bronce, alfiles y oropeles, sin monótonos zumbidos de abejas ni rugidos de leones extraviados un extenso marasmo de tierras baldías finalmente amanece. Abundan cobres y bronces con el musgo mineral del verdín marcando los soles antiguos que rozaron sus brillos perdidos. Después de medianoche las calles empedradas de humedecen con las lluvias de los inviernos de sus canteras rebalsando las alcantarillas y jugando a ser alegres riachuelos hasta que se abre la primera puerta madrugadora. La secta de los escanciadores se reúne cada quinientos años en la caverna donde las ágatas duermen narcotizadas por polvo de obsidiana. Las geodas guardan el aire de los magmas de sus cuarzos, las reminiscencias de batolitos frustrados, las lagrimas que buscan los travertinos en los bordes azufrados de las fuentes termales. Un arco de fuegos de San Telmo relumbra en lontananza iluminando los escollos, negras rosas a flor de agua, y los mástiles inclinados en muerte de las naos hundidas. Una grieta imperceptible en la arista del muro de la catedral avisa a los creyentes que por lo menos ahí en esa esquina el Omnipotente aun no es llegado.

lunes, 14 de noviembre de 2011

SINSENTIDO

Ya nada tiene sentido, el sol desbaratado contra el muro se reparte entre naranjas y rosales, la luna violentada se deshace en porciones glaciales sobre las piedras y sus musgos. Una romería de monjes transita por una calle sin gente ni árboles ni sombras, un buitre negro ondea la divisa de los vencidos. Diversas astronomías suceden en las noches cambiantes, los astros pierden sus nombres, las constelaciones se dibujan en otros contornos más siniestros, como serpientes bicéfalas u ornitorrincos apuñalados. Una silueta dorada amanece en cualquier octubre y se duerme a mitad de noviembre, sin sentido, arbitraria, altiva, como una madreperla incitante. En esa diversidad abstracta solo las arcillas y las cenizas poseen un sentido que las justifica en los finales de la erosión o del fuego. El verbo socava los vértices de los poliedros de la duda, corroe las cloacas, abunda en silogismos y entuertos, desgrana las silabas en un sagrado hermetismo transparente como cuentas de un rosario de cristal de roca. Las pesadillas discrepan con la realidad percudida por la humedad de una bruma marina que se extiende por las llanuras tierra adentro hasta los albores de los abismos. Nada tiene sentido, las gaviotas planean sobre los bosques, los alacranes atacan los panales, los náufragos caminan sobre las aguas, sorprendidos e ilusorios. Los albatros petrificados contra el cielo gris pierden el significado del vuelo y se estrellan contra los oleajes, las espumas, los roqueríos. Un extenso río de peces azules inunda los manglares, desborda su cauce con sus aguas azules de peces, arrastrando los inquietos cangrejos de yeso y los lentos caimanes dormidos. Sin sentido, los rostros de las estatuas se disuelven con las lluvias amarillas mientras las palomas les comen los ojos para que los gorriones aniden en sus cuencas vacías. No hay referencias ni bibliografías, los palimpsestos y los códices se vuelven indescifrables, los símbolos se convierten en glifos borrosos. Una caverna secreta guarda escrita con hematita la única fábula que persistirá en la memoria del imperio; aquella de la rana y el escorpión. Ya nada tiene sentido, ni el canto alrededor de las hogueras, ni el candor de las santerías, ni la búsqueda del paraíso. Hacia el atardecer de las pasionarias y los geranios los bronces de los candelabros se van quemando a continuación de los cirios con una llama verdiazul y un perfume de inciensos orientales. En las tibias madrugadas de dos noches paralelas un arácnido pervertido busca de saciarse en si mismo. El Universo sin sentido titubea un instante y se deflagra en un barroquísimo destello final.


Imagen: Arácnido extinto de la especie Cenotextricella simoni. Ejemplar preservado en ámbar que data de hace 53 millones de años.

viernes, 11 de noviembre de 2011

ACOPIOS INCESANTES

La cal sosegada de tus huesos convirtiéndose en cenizas con la misma lentitud de un glaciar cristalizado. Los derroteros equivocados de todas las naos donde embarcaste con la certeza de otros continentes. Los mismos océanos sin costas donde encallar ni naufragios por venir. El rumbo perdido en la fragilidad de la rosa equivocada de los vientos cruzados en la brújula incesante o cansada. Los salitrales con sus nitratos crujiendo a tu paso, sus salmueras escondidas, sus arcillas en ventolera, polvo extraviado entre canteadas ignimbritas. Las caravanas sin sombras recorriendo la aridez de las piedras enardecidas por los soles venideros. La redisolución de antiguas evaporitas subterráneas, inmortales en su prisión de sulfatos y yoduros. Las adormideras de sus ojos con sus opios sigilosos conteniendo un paraíso sin flores pero colmado de gloriosas alucinaciones. La singularidad allá al fondo de los tiempos en el instante preciso antes del destello que devino en este valle de lágrimas. Las calizas de los mares más antiguos que las naves de los argonautas, que el Leviatán y el celacanto. El oscuro azul de terciopelo estrellado de aquella noche envidiando la blancura resplandeciente del ciruelo sumergido en su reiterada primavera. El violento fundamentalismo de las nostalgias del barrio cuando la calle se quebraba hacia el poniente en canales y zarzamoras. La irreverencia de los verdes distintos de los sauces y los acacios, del parrón atareado endulzando las uvas y de los pastos amarillos al final del estío. Las crines del unicornio negro, los tentáculos urticantes de las bellísimas malaguas, las conchas de los pelecípodos que se duelen de perlas negras. Los cantos rodados de dioritas, lutitas y esquistos de una pequeña geología contenida en un cuenco de bronce iluminadas por el menguante lunar. Las ruinas de un templo donde se vertía la sangre de los enemigos atrapados en la guerra florida. Las topologías y las tautológicas, las epifanías y las falacias, los profetas, los chamanes, los brujos y los oráculos. El perfume de la perdición, el sabor del primer pecado, el sonido de la lluvia, la discreta caricia del roce de una mano, la visión de una silueta contra el rojo crepúsculo. Las derrotas, las cobardías, los abandonos, la esquina vacía y el ciego farol, la escombrera y los derrumbes. Las esencias de cerezo y alelí, maderas de thanaka y almizcle como un rocío impalpable sobre un pétalo de la rosa imposible. El sopor de esa tarde. Vale.

Imagen: “Barco naufragado”, Carlos de Haes, 1883.

jueves, 10 de noviembre de 2011

SEDIMENTACIONES

Sabía que era distinta porque siempre la encontraba cercana a convertirse en un éxtasis dentro de un sueño. Lo sentía en su piel estremecida, en la caricia del agua, en la espuma perfumada, en la consistencia carnal de ciertas turgencias femeninas en las que reconoció ese restregamiento de un cuerpo contra otro cuando se entra de la mano a un secreto Nirvana. Poseía una delicada sensualidad, como alas de libélula, esparcida como pequeños brillos dorados sobre la secuencia de imágenes y sensaciones que la perseguían entre sus paisajes oníricos y su barroco balcón donde anidaban oscuras golondrinas. Se soñó mirando por infinitos ventanales esperando que apareciera por allá abajo en la colina caminando alegre y despreocupada entre la grama verde y las flores amarillas con un canastillo de moras y damascos. Despertó a medianoche y la buscó en el lecho palpando como un ciego asustado y con la desesperación de un naufrago. Ahí estaba. Se hundió en un silencio de brasas, de aguas hirviendo, de fuegos inconsumados para no romper el hechizo con alguna palabra indebida. Se dejó arrastrar a un torrente de emociones e intensidades como rara vez había sentido y vivido. Fue un continuo navegar en aguas bravas. Besó su cuerpo entero, de norte a sur y de este a oeste, todos sus territorios, sus continentes, islas y archipiélagos, sus océanos y sus mares interiores, sus junglas y sus medanos, sus desiertos de dunas y pedregales y sus playas de aguas turquesa y espumas atrapadas, sus abismos y sus salares, sus plenilunios y sus eclipses, todo su cuerpo imposible o a lo menos inalcanzable. Bebió de esa furia contenida, de esos regaños de madre y de amante, de esos celos embebidos de esa pequeña rabia de mujer refrenada. Se sintió vivo, vigente, atormentado otra vez por las ansias y el amor, y reconoció ese delicioso dolor y suspenso de un amenazado. Sabía que solo las pasiones que duelen dejan huellas imperecederas y así la amó desde el fondo cenagoso de sus delirios de macho egoísta que va dejando sus marcas ardiendo por dentro de la piel deseada a la espera de que el odio vaya brotando entre las piedras volcánicas como un cactus inmutable y traicionero. Se inundó de su imaginario sutil y colorido, de su trama codificada que iba dejando entrever entrelineas un mensaje cifrado, pero lo alcanzó el triste amanecer sin lograr aun encontrar las claves de su insondable secreto.

martes, 8 de noviembre de 2011

EL PEQUEÑO EMBAUCADOR

I'm lonely but no one can tell. The Great Pretender. The Platters, 1955.

Vio la noche saturada de estrellas reflejada en sus ojos de esfinge barroca, la mueca de desdén en sus labios pintados con el mismo rojo violento con que lo besó esa noche sin estrellas cuando él soñó el paraíso y ella intuyó el infierno. Por esos años él traficaba con versitos rutinarios y falsas monedas, acechaba princesas secretas y seducía no inocentes damas maduras que esperaban sus últimas vendimias. Su vida era un circo de exquisitas acróbatas y ávidas tragafuegos con un solo payaso hastiado de la fanfarria y de la elusión de las certezas. Histrión, pantomimo, saltimbanqui y titiritero, solía abundar en amores vanos, en emociones a destajo y en un abigeato pueblerino que le dejaba siempre un sabor a destiempo, a uvas prohibidas y a muerte anticipada. El inicio era de miradas furtivas, desde un lejos silencioso pero cercano. Después el asedio del verbo hecho poema, dulzón, intelectual y bien pensado, nada más ni nada menos. Lo que venía por añadidura era el mismo rito con otras máscaras y en otra fecha de carnaval. Entonces, consumada la consagración de la primavera llegaba entre la laxitud, la mirada perdida en un cielo encerrado y el humo del primer cigarrillo del después, el sabor a destiempo, a uvas prohibidas y a muerte anticipada. Había otros después, semanas, meses o años mediante, pero el rito ya había perdido la magia, el estremecimiento y el necesario desasosiego. Farsante, simulador, impostor, arcángel de un cielo de tercera, siempre fingiendo, actuando a teatro lleno ante una galería ilusionada de una sola espectadora, que hipnotizada buscaba y buscaba en sus sueños mas antiguos el nombre y el rostro del amante que se reencarnaba en ese dios ilusorio que la suerte, el azar, o sus oraciones le regalaban en este perplejo aquí y en este inesperado ahora. En ese tráfago de máscaras y disfraces un día olvidó que era lo verdadero y desde entonces simuló saberlo para no caer en su propio juego y extraviarse en los laberintos que él mismo había creado para mayor gloria de sus oscuros instintos de tímido pecador y ansioso pescador. Fingía el amor, la pasión, el decoro, la distancia y el afecto, no así las extravagancias y sutilezas del rito de consumación al que se entregaba sin límites ni disimulos intentado sin lograr sacarse la máscara del día y volver a ser él mismo para encontrar el camino al nirvana que buscaba sin encontrar jamás la puerta, ni siquiera una grieta por donde observar lo que había perdido. Por eso, cuando vio la noche saturada de estrellas reflejada en sus ojos de esfinge barroca y la mueca de desdén en sus labios pintados de rojo violento supo que otra vez se le negaba el inalcanzable paraíso y la besó tiernamente con la desesperación de los gladiadores que saben que pisan por última vez la ensangrentada arena. Vale.

domingo, 6 de noviembre de 2011

BESTIARIO PILIANO

Para Pili, del tata de los Astylus.

Es una extensa ciénaga bordeada de arenas tibias donde los cocoíyos duermen sus digestiones sangrientas de carnes y pieles y huesos y plumas, borboteando su modorra de saurios inmortales. Mientras semisumergidos los po’poms esperan la fresca nocturnidad para ramonear el pasto verde entre los arbustos y saciar en esas esmeralda aciculares sus hambres lentas y milenarias. Abajo, sumergidos en esas aguas de cristal líquido nadan tumultuosos cardúmenes del pesh del estío con sus escamas plateadas por las miríadas de reflejos de una nanu grande y quieta y redonda como un disco argentífero. En los altos y en los bajos ramajes anidan pequeños y delicados piús de alas incansables y picos amarillos como el oro, sus cantos son un murmullo afilado que va deshojando el follaje frondoso dejando las ramas navegando en la brisa con los racimos de las grandes flores rojas del ceibo. Una pa’am extraviada vuela en ese berenjenal de árboles y lianas y orquídeas epífitas que saturan el aire húmedo y caliente de la jungla con sus perfume dulzones que perturban el vuelo ebrio de los polos anaranjados con la cruz de Lorena en carbón difuso marcada en sus élitros bajo el imperio su genética darwiniana, y el vuelo dicharachero de las alegres poshas de delicadas alas multicolores de belleza exuberante y frágiles antenitas con un botoncito en la punta para encontrar sus nortes y sus sures. Mas allá, en un lejos de cuento de duendes y en medio del día, en la llanura que verdea hasta el ultimo horizonte de montañas púrpuras pastan nafas, enns baaios y caayos en una tranquila paradoja evolucionista, cercados por los ocres túmulos arcillosos de las migas blancas, que como pirámides de almagres se elevan entre las matas bajas y el alto herbaje. En un mar turquesa de espumas y cormoranes más lejano que el último horizonte un solitario fíin juega a guiar los barcos imaginarios que siempre cruzan por sus tiernas fantasías infantiles. En un sitio indeterminado hay patos, vacas, miaus y guaus, hay pollos y bees, pero esas mansas bestias de juguete habitan la casa, el campo, el establo, y en una mínima selva gritona y gesticulante hay muchos monos haciendo muecas. Misteriosas vaias vagan buscando su silueta, su imagen, su identidad de insecto o de pájaro inmersas en los suelos del patio, en la grama de jardín, entre las calas enanas o en los florecidos rosales de la ita.

viernes, 4 de noviembre de 2011

VIAJE A LAS REGIONES CIRCUNDANTES DEL SALAR DE ATACAMA

Recorrer el ilusorio pasado de nostalgias mal contadas de sur a norte y de norte a sur, retornar al lugar de los inicios, de los laxos amaneceres y de las brumas, de arenas ardientes y de aves migratorias, y volver rampante al aquí y el ahora donde encalló al fin la nave entre los delicados escollos sumergidos. La rada de los piratas. Un pilpilén negro esperando el embarque en el muelle atardecido de los pescadores. La continuidad lenta y extensa de muchos desiertos iguales en todos los variados matices de los ocres terrosos, de los rojos apagados, de los marrones y grises cercanos al oscuro tiznado. La ciudad sin abuelos. Espumas, marejadas, oleajes y olas rompiéndose en alburas estruendosas. Allá en medio de la bahía cuatro barcos dormidos esperando a la gira, acá un espiral de negros buitres elevándose en círculos como treinta ángeles ebrios. Siempre pelícanos, cormoranes y alcatraces, cientos de garumas dibujadas contra el bajo horizonte marino, y palomas. Lugares secretos, místicos y alguna vez dolorosos. Sombras, siluetas, fantasmas muertos. La cercanía y la certeza de la Maga. Las luces del puerto, las calles y las playas con las huellas atrapadas. La caleta del atardecer, sus faluchos de colores, las monedas con signos indescifrables y las antiguas botellas pampinas. Todos los lejos acurrucados en las esquinas, en los parques, en los altos almagres allá arriba donde se entraba en el desierto. La primera puerta y la última. Los amigos deambulando por la memoria ya sin rostros ni años precisos, y en la historia; con sus errores, recovecos y los misterios de un azar siempre costeando. El salar de Atacama. Blancas flores de sal florecida, infinitos y pequeños penitentes salinos regurgitados por subterráneas delicuescencias. Espejismos de distancias reverberando bajo un sol primitivo, previo a todas las cosas, a todas las piedras y a todas las sales. Tilomonte, Tilopozo. Volcanes, nieves rasguñando las púrpuras de altas cordilleras. Callejón de Tilocala. Peine, libélulas y travertinos, verdes pimientos y tamarugos. El retorno. El pasado más antiguo de todos, el grito de las gaviotas, los lugares cargados de premoniciones. Un camino hacia un sur sin salida que se quedó sin regreso. Loberías. Los espejos se llenan con los destellos de la noche y se trizan inventando nuevas constelaciones de dragones bicéfalos, monstruosos leviatanes de un solo ojo y bellos alicantos sin sombra, de alas brillantes y vuelos luminosos. Los Cristales, la guedeja, rizo, voluta de una nube gorgoreando en la intensidad del azul cielo. Incahuasi. Tres veces Pichicuy. La melancólica improvisación del Impromptu Nº 2 de Schubert, y todo el ocaso oscureciéndose para siempre en las intransigentes nostalgias de un piano. Vale.