viernes, 14 de agosto de 2009

DE LIRIOS


Había un lirio incendiado en la noche carcomida por los gusanos. Se retorcía doloroso en flameantes espirales lanzando sus breves destellos hacía las siniestras oscuridades de profundo azul. Agonizaba como un héroe trágico, convertido en el absurdo habitante de aquel chisperío desatado. Un lirio anónimo y múltiple; yedra de mayo, abumón o búcaro, dulce morado, casto blanco o intenso amarillo. Lirio divino, lirio de las Anunciaciones; lirio, florido príncipe, hermano perfumado de las estrellas castas, joya de los abriles. Arde en la noche carcomida por las larvas perlescentes de moscas nocturnas, agobiada por esa masa incesante de vermes hambrientos. Allí el heráldico fuego del lirio, amacayo dormido junto a la sagrada cruz, el águila bicéfala y el león rampante, sangra su gules herido en la batalla final, colorinche, bélico, quizás bermellón, escarlata o rojo. Ignorado. Los lanceolos se retuercen y jironean emulando las garras espumas de Hokusai. Incendio en el bosque! Arde en cruces azules. Arde, arde, llamea, chispea en árboles de luz. Se derrumba, crepita. Incendio. Incendio. La noche horadada por cresas u orugas se derrumba, cruje y se desploma sobre las llamas minúsculas de lo que fue divisa de los Capetos y de la casa de Lancaster, símbolo de los Valois y emblema de los Farnesio. Insignia elegida por Baden-Powell y también hierro quemante en la carne asesinada por los mafiosos de la Hachel, y para siempre crucificado en las tres puntas de la cruz de La Cruz de San Yago. Los fragmentos nocturnos se apelmazan, se concentran en una masa negra, densa, despojada de grandezas, incrustada de mínimos cadáveres de gusanos. Vuelve (a ser) la noche cóncava que descifró Anaxágoras. Quemadas flores, grandes, perfumadas purpúreas o violetas se involucionan desesperadas ante la muerte inevitable. Mueren orgullosas de su destino crepuscular. Los rizomas enterrado vivos guardan los secretos de sus pócimas de amor, o ese halo misterioso que permite ahuyentar los malos espíritus. Un esqueleto de impalpables cenizas heráldicas sostenidas solo por la memoria fugaz del lirio incendiado, permanece incólume, soberbio en medio de la noche roída y derribada. (Porque esas cenizas son el poema). Pudo haber sido lirio del monte, azucena, alhelí, azafrán silvestre o espiguilla. Pudo vivir entre el violeta y el blanco, el amarillo y el rojo, o con elegantes jaspeados. Talvez fue Amancay o alguna vez nenúfar, lampazo, gualdón o reseda, ridícula espadilla. Pero nunca esa Flor de Lis, la estilizada Iris pseudacorus, el acoro bastardo que la reina Constanza de Borgoña, tercera esposa de un rey de Castilla y de León ordeno añadir a la imagen de la primera Virgen que hubo en el Madrid conquistado; Santa María la Real de la Almudena. En la noche derrumbada naufragan las arcillas fúnebres del enigmático lirio incinerado.

Citas poéticas.- R. Darío, P. Neruda, J. L. Borges, R. Zurita.

miércoles, 5 de agosto de 2009

CARDOS Y EUFORBIOS


del vegetal armado

que se llama alcachofa,

Oda a la alcachofa. Pablo Neruda.

Le gustaban los cardos, pero en la Université Catholique de Louvain à Louvain-La-Neuve solo había cupo para un botánico dedicado a una sola familia de plantas, las Euphorbiaceae. Odiaba las suculentas desde sus estudios en el Departamento de Botánica de la Universidad de Salamanca, le repugnaban esas hojas gordas de colores apagados que almacenaban un agua pegajosa, densa, desagradable al tacto. Siempre le parecieron obscenas, lascivas, suciamente voluptuosas. Temía tocar u oler esa savia acre y lechosa, la lechetrezna, que contiene ésteres di o tri terpenos, y cuya combinación cáustica irrita la piel y las mucosas de los ojos, la nariz y la boca, produciendo dolorosas inflamaciones, a pesar de tener misteriosas propiedades eméticas y catárticas. Mientras catalogaba y describía pálidas e hinchadas Euphorbiáceas imaginaba las brácteas de la inflorescencia de una de las subfamilias de las Asteraceae; Carduoideae, los cardos de los caminos y los pastizales salvajes. Casi podía ver sus espinas, sus finísimas agujas amarillas, delicadas, hirientes, estilizadas, expuestas con sigilo al paso de una piel para hacerse notar, no como los traicioneros puñales cristalizados e invisibles de las ortigas ni las burdas espinas de las rosas que solo hieren a aquellas damas románticas que por ir tras el perfumado color olvidan el agudo dolor. Entre las semillas purgantes del tártago, la belleza ornamental de la flor de Pascua, o el látex del euforbio, Euphorbia resinifera, que se usaba para pintar el casco de los barcos, porque su veneno evitaba el crecimiento de la broma, el Teredo navalis, ese molusco comilón de maderas sumergidas, soñaba con el cardo corredor, la "cardencha", los cardos borriqueros o con el cardo mariano. Nadie sabía que sus molestos Incertae sedis no mostraban su incapacidad para ubicar exactamente un taxón dentro de la clasificación, sino su frío desapego o su desidia irresponsable ante las impúdicas suculentas. Con resignación dibujaba y estudiaba esas flores regulares, unisexuales, contaba los sépalos libres o unidos, los pétalos, los estambres, disectaba fastidiado los frutos, que solían ser un esquizocarpo o rara vez una drupa. Pero en su interior se saboreaba recordando los gustillos del cardo penquero, o de la alcachofa. Se imaginaba dibujando y estudiando hermosas variedades de abrojos, sus hojas compuestas y sus frutos espinosos. La característica presencia de espinas en las hojas, en el tallo, o en las brácteas de la inflorescencia. Su esplendorosa inflorescencia: flores numerosas reunidas en densos capítulos. Despreciaba en especial las formas estrafalarias y lujuriosas de las crasas, que podían ser matas, hierbas, árboles y arbustos; llegando algunas incluso a asemejarse a los míseros cactus. Oponía a esta torpe vaguedad el porte herbáceo de los cardos, que en ningún caso eran de tipo arbustivo, y menos arbóreo. Aun aquellos que llegaban a alcanzar gran tamaño, mantenían una sobria elegancia de hierba alta. Soportó por años esa cruel cárcel taxonómica, y quizás hubiera terminado su vida de botánico especialista en euforbiáceas, fama que se había ganado a fuerza de apretar los dientes, si alguien no hubiera descubierto por azar que toda la extensa colección de plantas crasas de la Facultad de Farmacia, de la que dependía el Departamento de Botánica, solo contenía aquellas especies y variedades cuyas flores eran de mismo color púrpura del Carduus acanthoides. Gravosa maleza, cuyas poblaciones se expanden por todos los continentes y es común en campos de pastoreo viejos, vías férreas, caminos abandonados, en partes altas de banquinas, préstamos y áreas baldías.

EMANUEL

Nació cuando terminaba el siglo diecisiete en una de las catorces islas de la ciudad de los cincuenta y siete puentes, entre un lago de aguas siempre frías, y un mar de hielos y ámbar. De niño se apasionó por el todo Universo y su quizás solitario habitante, el Hombre. Observaba, estudiaba e intentaba entender los mecanismos, las fuerzas y los influjos que regulan la vida y su misterioso comportamiento. Por eso primeros años, buscando respuestas a sus preguntas sobre la fe, la vida eterna, la ubicación precisa del alma, se relacionó con el mundo adulto, pero descontento con las respuestas a sus inquietudes, comenzó a experimentar en si mismo, logrando ya a esa edad temprana, mediante la respiración, el acceso a estados de conciencia modificada o de trance. De joven tuvo una desilusión amorosa y nunca se casó. Fue encuadernador, hidrógrafo, fisiólogo, astrónomo, relojero, lingüista, biógrafo, poeta, editor, psicólogo, filósofo, matemático, geólogo, metalúrgico, botánico, químico, físico, ingeniero en aeronáutica, dibujante, músico, cristalógrafo, maquinista, carpintero, legista, ingeniero de minas, tesorero, cosmólogo, teólogo, y un gran viajero. Fabricó él mismo sus propias lentes ópticas, su telescopio y su microscopio, para explorar lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, como políglota llegó a hablar quince lenguas, además de ser un aventajado músico de órgano y un delicado artesano en marquetería, ese antiguo arte hindú de pintar con pequeñas maderitas de diversos colores y texturas una figura sobre una superficie de madera. Hizo los planos de un avión, de un submarino y de un planeador, y diseñó bombas de aire, varios equipos para uso en minería e instrumentos musicales. Contribuyó a la ingeniería del dique seco más grande del mundo, y alguna vez transportó un barco por encima de una montaña. Descubrió la función de las glándulas endocrinas, el funcionamiento del cerebro y el cerebelo, escribió un notable y avanzado estudio sobre la circulación de la sangre y sobre la relación del corazón y los pulmones. Realizó estudios sobre suelos y barros, estereometría, álgebra, cálculo, hornos metalúrgicos, magnetismo e hidrostática. Fue el primero en lanzar la hipótesis de la formación nebulosa del sistema solar, e incluso llegó inventar un sistema decimal monetario que sirve también para el estudio de la cristalografía. Publicó libros sobre matemáticas, geología, química, física, mineralogía, astronomía, anatomía, biología, y psiquiatría. Hasta los sesenta y un años había escrito ciento cincuenta y cinco obras en diecisiete disciplinas diferentes, varias de las cuales él mismo había fundado. Entonces, entendiendo que ya poseía todo el saber del mundo físico y natural que era posible, comenzó el descubrimiento del mundo espiritual a través de un viaje al interior de sí mismo tratando de alcanzar y entender el alma, y a los cincuenta y seis años, abandonó sus investigaciones científicas para dedicarse enteramente a la investigación teológica, psicológica y filosófica con el fin de descubrir las claves de la espiritualidad racional. Lo que de seguro alcanzó pues en un pasaje de uno de sus numerosos libros escribió: “Me ha sido dado ver el modo en que aparece el Señor como sol ante los ojos de los ángeles”, y describe con muy precisos detalles tal experiencia. Pero de sus revelaciones teológicas o sus delirios místicos, no atenuados por la maravilla o el asombro, argumentó mucho mejor Borges en una conferencia que impartió dos siglos después de su muerte. En esta su segunda vida, la del teólogo y místico, alcanzó a escribir otras doscientas ochenta y dos obras. Murió a los ochenta y cuatro años un domingo a fines de un mes de marzo del siglo dieciocho. Debió ser el último hombre que abarcó todo el conocimiento de su época. Refutando públicamente a Voltaire, quien dijo que el hombre más extraordinario que registra la historia fue Carlos XII, aquel viejo poeta ciego declaró que quizá el hombre más extraordinario fue este Emanuel, el más misterioso de los súbditos de Carlos XII.