miércoles, 5 de agosto de 2009

CARDOS Y EUFORBIOS


del vegetal armado

que se llama alcachofa,

Oda a la alcachofa. Pablo Neruda.

Le gustaban los cardos, pero en la Université Catholique de Louvain à Louvain-La-Neuve solo había cupo para un botánico dedicado a una sola familia de plantas, las Euphorbiaceae. Odiaba las suculentas desde sus estudios en el Departamento de Botánica de la Universidad de Salamanca, le repugnaban esas hojas gordas de colores apagados que almacenaban un agua pegajosa, densa, desagradable al tacto. Siempre le parecieron obscenas, lascivas, suciamente voluptuosas. Temía tocar u oler esa savia acre y lechosa, la lechetrezna, que contiene ésteres di o tri terpenos, y cuya combinación cáustica irrita la piel y las mucosas de los ojos, la nariz y la boca, produciendo dolorosas inflamaciones, a pesar de tener misteriosas propiedades eméticas y catárticas. Mientras catalogaba y describía pálidas e hinchadas Euphorbiáceas imaginaba las brácteas de la inflorescencia de una de las subfamilias de las Asteraceae; Carduoideae, los cardos de los caminos y los pastizales salvajes. Casi podía ver sus espinas, sus finísimas agujas amarillas, delicadas, hirientes, estilizadas, expuestas con sigilo al paso de una piel para hacerse notar, no como los traicioneros puñales cristalizados e invisibles de las ortigas ni las burdas espinas de las rosas que solo hieren a aquellas damas románticas que por ir tras el perfumado color olvidan el agudo dolor. Entre las semillas purgantes del tártago, la belleza ornamental de la flor de Pascua, o el látex del euforbio, Euphorbia resinifera, que se usaba para pintar el casco de los barcos, porque su veneno evitaba el crecimiento de la broma, el Teredo navalis, ese molusco comilón de maderas sumergidas, soñaba con el cardo corredor, la "cardencha", los cardos borriqueros o con el cardo mariano. Nadie sabía que sus molestos Incertae sedis no mostraban su incapacidad para ubicar exactamente un taxón dentro de la clasificación, sino su frío desapego o su desidia irresponsable ante las impúdicas suculentas. Con resignación dibujaba y estudiaba esas flores regulares, unisexuales, contaba los sépalos libres o unidos, los pétalos, los estambres, disectaba fastidiado los frutos, que solían ser un esquizocarpo o rara vez una drupa. Pero en su interior se saboreaba recordando los gustillos del cardo penquero, o de la alcachofa. Se imaginaba dibujando y estudiando hermosas variedades de abrojos, sus hojas compuestas y sus frutos espinosos. La característica presencia de espinas en las hojas, en el tallo, o en las brácteas de la inflorescencia. Su esplendorosa inflorescencia: flores numerosas reunidas en densos capítulos. Despreciaba en especial las formas estrafalarias y lujuriosas de las crasas, que podían ser matas, hierbas, árboles y arbustos; llegando algunas incluso a asemejarse a los míseros cactus. Oponía a esta torpe vaguedad el porte herbáceo de los cardos, que en ningún caso eran de tipo arbustivo, y menos arbóreo. Aun aquellos que llegaban a alcanzar gran tamaño, mantenían una sobria elegancia de hierba alta. Soportó por años esa cruel cárcel taxonómica, y quizás hubiera terminado su vida de botánico especialista en euforbiáceas, fama que se había ganado a fuerza de apretar los dientes, si alguien no hubiera descubierto por azar que toda la extensa colección de plantas crasas de la Facultad de Farmacia, de la que dependía el Departamento de Botánica, solo contenía aquellas especies y variedades cuyas flores eran de mismo color púrpura del Carduus acanthoides. Gravosa maleza, cuyas poblaciones se expanden por todos los continentes y es común en campos de pastoreo viejos, vías férreas, caminos abandonados, en partes altas de banquinas, préstamos y áreas baldías.

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