jueves, 29 de octubre de 2015

Y SERA MI VOZ


Oirás mi voz en el descampado de tus rutinas, cuando dejas que los silencios florezcan en los cuartos oscuros, el musgo de la quietud crezca sobre los muebles y el fino polvo de los días se arrime acumulado en el quicio de los ventanales, misteriosamente entonces oirás mi voz afanando un poema que reconocerás como tuyo por dos o tres palabras, los códigos de nuestros desamparos, y será sin asombros ni deslumbres porque intuirás su vigencia inmediata, casi cotidiana, como el hervor del agua en ese otro fuego o el azúcar del café que se queda como un amoroso resabio escondido en tus labios. No huirás por los susurros que vertidos en ti resplandecerán en sus trabajados artificios ni por el estremecimiento contenido para no quebrar los signos y los símbolos, las perfectas coincidencias o la tenebrosa virtud del destiempo. De los encantos del sonido pulverizado para seducirte se desplegarán los vuelos de los verbos, las minuciosas vocales y las abruptas consonantes que emigran de mi boca a tu oído buscando anidar en tus lejanas instancias de sosiego, allí donde eres otra, distinta e incesante, ajena, ese lugar que me esconde cómplice de tus ensueños enmascarados y de las elisiones donde no me nombras en el mediodía para que yo te aceche nocturno en la turbias horas del insomnio. Todo te sucederá como un eco que se eterniza en sus reverberaciones o se oculta en los maceteros de los geranios, en la curvatura de las copas, en ese matiz antiguo que envejece en las maderas, en la dualidad imperceptible de los objetos en desuso y en los vestigios de otras voces que permanecen enredadas en las telarañas de los rincones inaccesibles. Escucharás ruborizada que murmuran tu nombre secreto mientras te reflejas en la penumbra del espejo, y será mi voz en cautiverio que hará florecer tus sonrojos, sonreirás seductora mirando tu boca pensando como será el beso de esa voz que te sumerge y te inunda con su entonación de rumor de oleaje, su cadencia poética, su grave tonalidad viril y su pétreo timbre de hombre cansado. La serena soledad de tu clausura propagará la resonancia del canto triste que solo tu oirás entre el tumulto y el trasiego de tus quehaceres consabidos, olvidarás algún objeto para ir a buscarlo por los sitios donde mi voz acontezca en su sonoridad más diáfana y asegurarte que te siga persiguiendo resonando en los muros y los vidrios hasta hundirnos desaparecidos en el vasto silencio de la noche.


martes, 27 de octubre de 2015

AQUÍ LA SOMBRA


Las palabras son armas que, al dispararse, dibujan la frontera entre lo que existe y lo que no existe porque simplemente no puede nombrarse. Ludwig Wittgenstein

Aquí la sombra de los palquis sobre el estanque, la quietud de su espejo que refleja cielo y follaje, nubes navegantes y pájaros inquietos, mientras los carassius deformes nadan en un agua lenta y transparente, la tarde se abre a las angustias del ocaso antes que los grillos y las orugas se encierren en sus oquedades vegetales, un desborde de arcángeles iluminados pero ciegos inician la solemne ceremonia del destierro. Aquí la sombra de los ojos que no te vieron enmudece para que no se borre tu silueta entre las ramas de las lilas, porque eres en todos los delirios, en la tierra aun húmeda de invierno, en los perfumes esparcidos de la acuciante primavera, eres en la tierna monotonía de las lluvias otoñales y en los amarillos pastos que cierran el estío. Aquí la sombra que se sumerge en los ecos de otras voces innumerables, la plenitud del recuerdo que acontece como si fue ayer que se oyeron en sus susurros perdidos en la vastedad de ese yermo de piedras y rostros sin solución de continuidad, palabras que equivocaron la noche del asedio, imágenes enterradas en las arenas tristes de las memorias incrustadas entre blancas espumas de un mar verdiazul y líticos púrpuras lejanos. Aquí la sombra donde encallan tus naufragios, el rito y la servidumbre, los últimos equinoccios que urdieron tus manos en su llaneza esquiva, el eclipse sustentado en la sugerente ambigüedad de tus párpados, la mañana del día siguiente donde siempre no estabas, no eras, no existías sino en la laxa nostalgia de la penumbra de la víspera o en la percepción inolvidable de ti en esa esquina atardecida con tu vestido de estampado cachemir en verde azul violeta con sus gotas de agua curvadas sobre las sensuales curvas de tu cuerpo. Aquí la sombra que invade el silencio, tu silencio, como un oleaje devastador que rompe los muros y los barcos, como un viento telúrico de origen y retorno, de albas entumecidas sobre los musgos y los trigales, de escarchas y hielos, de la medianoche en que descubrimos el fuego y ardimos ensimismados, solitarios y ausentes en el estiaje de lo que habíamos sido, invisibles a los otros y al azogue. Aquí la sombra lunar que definen los rosales buscando el dibujo de tu boca trazado a besos sobre mis labios. Aquí la sombra solar en su nítido contraste que te infiere entre la duda y la certeza de que nunca estarás.


lunes, 26 de octubre de 2015

BREVE RELACION DE LAS EXEQUIAS DEL CRIADOR DE LIBELULAS


A Francisco Antonio Ruiz Caballero, sevillano a mucha honra y maestro de palabras, esté donde esté.

Lo encontramos tendido sobre su lecho, tieso, cristalizado en ese instante eterno en el que toda vanidad es patética e inútil, boca arriba mirando el techo con sus ojos glaucos de muerto elegante abiertos congelados en ese su último asombro de cuando vio la muerte entrar silenciosa como una etérea babosa transparente por debajo de la puerta y erguirse como una silueta difusa que se iba lentamente transformando en una dama de riguroso luto, alta, delgadísima y tan hermosa que le dolía mirarla. Al principio nos asustó un rumor misterioso que ocupaba la mitad del volumen del salón, (la otra mitad la ocupaba su tibio y ambiguo perfume dulzón), y que no sabíamos de donde provenía, pensamos que eran los murmullos de su fantasma desolado que se resistía a entrar en la muerte, hasta que nuestros ojos se adaptaron a la tenue luminosidad que entraba por las pequeñas ventanita cubiertas con unos raídos tules de un color que debió ser violeta, y vimos el enjambre de libélulas negras brillantes como aladas obsidianas y azules tornasoladas como fulgurantes engendros del demonio, revoloteando en una lenta espiral sobre el impúdico cadáver. Digo impúdico pues estaba semidesnudo en una actitud típica de vicioso onanista que me privo de describir en esta relación por respeto a las damas que de seguro la leerán buscando conocer algo de los postreros momentos de aquel que fue amigo entrañable, y quizá algo más, de la distinguida y envidiada socialité, la hermosa como la muerte Baronesa de Essex, hermana de Su Eminencia el Cardenal Navrija-Sáenz. Por la brutal pestilencia que nos abundó de indecentes efluvios colegimos que hacía muchos días que estaba ahí muerto, borboteando en sus propias miasmas, esperando la requerida, merecida y digna sepultura mientras lo devoraban con sibaritas urgencias dos escarabajos amarillos y una afanosa miríada de voraces gusanos. El cuarto tenía ese aspecto lúgubre y ascético de una celda monacal, contrastando con el resto del castillo de exuberantes y recargadas decoraciones exageradas hasta lo barroco. En las blancas paredes carcomidas por el tiempo encerrado en las penumbras colgaba una mustia y borrosos copia litográfica de la pintura mural del ‘Ecce Homo’ de la iglesia de Borja, pero no del original de la obra maestra de Elías García Martínez,  sino de la imagen burdamente retocada por las manos ingenuas e inexpertas de la octogenaria vecina del municipio, doña Cecilia Giménez, el Cristo de Borja. Nos quedamos ahí de pie cabizbajos en un respetuoso silencio por un largo rato esperando que los fúnebres fulgores rojo carmesí del Stabat Mater cesaran, que fue en el mismo momento en que la gotera que embebía el lívido púrpura de sus labios dejó de caer, entonces abrimos las ventanas para que huyeran las libélulas, envolvimos sus mortales y pútridos despojos en una alfombra veneciana y lo arrastramos, como las vacas muertas ahogadas que a veces sacamos del Guadalquivir, hasta el jardín de los jazmines donde los dos burdos muchachones que solían visitarlo habían cavado temprano, antes que llegáramos, su tumba. Allí lo enterramos sin más, soportando su hedor repugnante y espantando las libélulas que habían vuelto atraídas por el olor a cerdo podrido, a ángel podrido, a bestia podrida, ese aroma sublime y a la vez impuro como el de un Dios insolente. Vale.

Santiago de Chile, en Octubre 19 de 2015.


jueves, 15 de octubre de 2015

LLUEVE POR VOS LEJANA


Llueve sobre las rosas de la extraviada primavera y vuelvo a tu boca por el beso imposible de cada mañana, a los frágiles vestigios de lo que no fue o naufragó siempre entre las primeras las rosas y las últimas lluvias. Desde ahí esquiva mariposa, desaparecida esfinge, retorno al ya eterno mito de rozar tu pelo ensortijado, al ceremonial de perderte entre la noche y su lluvia, al silencio que me deja cristalizado en tu sal crepuscular. Llueve sobre las anegadas callecitas de las nostalgias, detrás de los vidrios del café de los habituales fantasmas, llueve en el vacío que dejas cuando llueve sobre las rosas cansadas de florecer entre imaginarios reflejos e inútiles lontananzas. Y mientras afuera llovía sobre antiguos tejados, sobre los desolados árboles del desamparo, sobre campanarios derruidos por el olvido, yo dejé en tu boca sabores de besos y susurros que permanecerán reverberando en tus labios aun después que me borres de tus secretos, porque fijé en tu perfume los imperceptibles vestigios que te irán definiendo los rumbos atravesados por mi voz convertida. Bajo esa lluviosa mañana que tú no veías yo fui escribiendo en tu cuerpo como un sigiloso escarabajo tus desconocidas melancolías, las penas que llevabas incrustadas en el desasosiego de tu piel cuando te allegas al nocturno y te evades en la tenue consistencia de tus ensoñaciones. Y la ventolera urgió los rosales y los pájaros, se vino anocheciendo con oscuros nubarrones que negaron el crepúsculo, las rosas ateridas se oscurecieron en una pequeña somnolencia de silencios y una quietud de yermo cementerio. Llovía sobre las rosas de la desorientada primavera  y yo volvía una y otra vez a tu boca por el beso que de ti nunca beberá mi boca, a los subterráneos despojos de lo que iba quedando entre las primeras las rosas y las últimas lluvias. Y mientras afuera llovía sobre los parques y las calles de tu laberinto yo escribía con tinta transparente sobre impalpables pergaminos una teogonía de oscuras traiciones en el origen equivocado y del falso linaje de las diosas falibles para mi propio escarnio en los charcos humillantes de los celos y en las ciénagas pantanosas de las furias. Pero acaso el verdadero texto de esta lluvia sea estos apuntes en donde trato de anotar la imagen de la mujer de las rosas en las distintas horas del día, tal como la voy observando al cambiar la luz (i).

(i) Paráfrasis de un párrafo de “Si una noche de invierno un viajero”, de Italo Calvino, en la traducción de Esther Benítez

Imagen: Fotografía del autor, lluvia del miércoles 14 de octubre de 2015.


jueves, 8 de octubre de 2015

COINCIDENCIAS DEL DESTIEMPO


“…supo a los puntos del verso inspirar...”. E. Cadícamo

Era, (el verbo ha de estar en pasado vigente), un amor distinto, a contrapelo del terciopelo romántico de los otros amores antiguos que se disgregaron en las arenas de los vientos, este era más sereno, más quieto, más de mirarse sin decirse, y era más porque fue consecuencia de largas búsquedas paralelas por los parajes en deshora, de resabios de soledades distantes e inconsumadas, de insomnios en desolación y espera, búsquedas imposibles sin un rostro reconocible ni un nombre que quiebre los silencios, ni siquiera una difusa silueta o una sombra contra el muro, a ciegas, a tientas, sin esperanzas de encontrar lo que ya no se busca, apenas un espectro desdibujado que se escurría en las gotas que deja la lluvia en los vidrios, algo misterioso que no alcanzaban a trazar las palabras, indefinido por la intensidad del requiebro que opacaba cualquier razonamiento, pero seguían buscando, quizá más por rutina que por encontrar. Ella vagando en su alto solsticio de los vientos trepidantes, él divagando en la vertiente de la ciénaga de los espantos. Hasta que se dio la improbable coincidencia que fraguó el destino para que convergieran en un café y una plaza para que la amistad ferviente y ardiente se clavara entre los verbos y los barrocos a destiempo, florecida de complicidades implícitas, de juegos de falsa guerra, de continuos intentos con sus fracasos, de derrotas anticipadas y victorias circenses. Allí fueron lo buscado y lo hallado, acontecidos campanarios y urgencias desatadas, palabras que esperaban decirse y penumbras donde los silencios campeaban abiertos y en ristre, tabaco y menta, el jolgorio de unas demasiado pocas tardes, las caricias anunciadas. Ahí fueron lo que no habían sido, sin huellas ni mañanas, solo ellos sin espejos instaurados en la vigencia de un presente instantáneo, tercos caminantes en un desolado desierto conversando de amapolas y ruiseñores, de algas en los roqueríos y de los verdes pastos de abril. Y esa cercanía que trasciende lo físico y se hace intocable pero persistente, los confundió en un tibio vaho atardecido que se fue hundiendo en el nocturno de imaginarias luces de barcos imposibles. Porque quizás ese misterio que somos para el otro es lo que nos tiene capturados, ese saber que hay cosas en el otro que nunca conoceremos, y que cada día, hasta el último, iremos descubriendo reflejos desconocidos, oscuridades ocultas o los infinitos matices de las luces, imaginarias, que nos atraen (aquí el verbo ha de estar en este presente perfecto y también en un inescrutable e incierto futuro secreto) sin conocer su fin ni su sentido ni su significado.


martes, 6 de octubre de 2015

INCONEXIONES Y SOMNOLENCIAS


¿Qué voz hizo que te replegaras al silencio?

En singular reconstruyo los cristales de todos tus plurales, por ellos divago en la vastedad solemne de tu recuerdo, cuarzos amatistas, nocturnas obsidianas, los difusos atardeceres que solía encontrar en las ágatas o en las hojas otoñales o en ciertas piedras pulidas por los vientos del desierto. Discrepo con la concreta realidad de tu ausencia y me vuelvo a enamorar de tus ojos, no de tu silencio, como si cada tarde fuera la misma de los borrados pergaminos, de la ventolera que te despeinaba o del último laberinto, y en esa evocación constante voy trazando tus rasgos en el polvo lunar que opaca los claros vidrios de los ventanales para recuperarte perpetua e intensa, y ese silencio tuyo se disuelva en la sal de la espera como el rumor de un mar lejano. Y si no, igual te voy a encantar con mis palabras, a cautivar con el eco de mi voz inesperada, a rescatar desde ti esa dimensión más profunda de ti misma y que aun no escribes en tu cuaderno de secretos, hasta que un día, hacia la noche renazcas desde la más cercana de las distancias y te despliegues lúcida y evanescente, sutil e imaginaria en las memorias de las rosas. Entonces te besaría en los parques imposibles de nuestras juventudes, te enamoraría con sonetos de Neruda, te regalaría hojas del otoño y alas de mariposas de la primavera, piedrecillas de colores lavadas por las lluvias del invierno, y los nácares de las playas del estío, para cumplir en ti el rito esencial de las estaciones. Sé que llegará el instante en el que ese silencio de esfinge me deje socavar tus ternuras para soñarte niña persiguiendo otras mariposas, y si me alcanza sueño, para perseguirte por tu adolescencia allá por donde te ibas a leer poemas buscando los avatares de tu futuro en los versos de los destierros, o mejor aun, soñarte en ese sueño aun más imposible, en ese de encontrarnos en el sueño de las infancias en el mismo patio donde tú y yo jamás jugamos. Muchas veces te observo de espaldas, porque ahora de frente eres ya de alguien, yo llegué muy tarde a tus comarcas así que eres mía solo de lejos, clandestinamente, desde atrás iluminada por un quieto halo romántico. Me recuerdas a esas compañeras de universidad que yo miraba tímido y silencioso de lejos, nunca de frente, y de las que me enamoraba a morir hasta que aparecía otra... y así sucesivamente. Y así te sigo viendo joven, veinteañera, tan frágil, tan tierna, tan dulce, leyendo ensimismada en un escaño de una plaza solitaria de tu siempre otoño, y me acerco cauto con la intención de rozar apenas tu pelo ensortijado, y nunca lo logro porque otra voz hizo que te replegaras al silencio.