A Francisco Antonio Ruiz Caballero, sevillano a mucha honra y
maestro de palabras, esté donde esté.
Lo encontramos tendido sobre su lecho, tieso, cristalizado en ese
instante eterno en el que toda vanidad es patética e inútil, boca arriba
mirando el techo con sus ojos glaucos de muerto elegante abiertos congelados en
ese su último asombro de cuando vio la muerte entrar silenciosa como una etérea
babosa transparente por debajo de la puerta y erguirse como una silueta difusa
que se iba lentamente transformando en una dama de riguroso luto, alta,
delgadísima y tan hermosa que le dolía mirarla. Al principio nos asustó un
rumor misterioso que ocupaba la mitad del volumen del salón, (la otra mitad la
ocupaba su tibio y ambiguo perfume dulzón), y que no sabíamos de donde
provenía, pensamos que eran los murmullos de su fantasma desolado que se
resistía a entrar en la muerte, hasta que nuestros ojos se adaptaron a la tenue
luminosidad que entraba por las pequeñas ventanita cubiertas con unos raídos
tules de un color que debió ser violeta, y vimos el enjambre de libélulas
negras brillantes como aladas obsidianas y azules tornasoladas como fulgurantes
engendros del demonio, revoloteando en una lenta espiral sobre el impúdico
cadáver. Digo impúdico pues estaba semidesnudo en una actitud típica de vicioso
onanista que me privo de describir en esta relación por respeto a las damas que
de seguro la leerán buscando conocer algo de los postreros momentos de aquel
que fue amigo entrañable, y quizá algo más, de la distinguida y envidiada
socialité, la hermosa como la muerte Baronesa de Essex, hermana de Su Eminencia
el Cardenal Navrija-Sáenz. Por la brutal pestilencia que nos abundó de
indecentes efluvios colegimos que hacía muchos días que estaba ahí muerto,
borboteando en sus propias miasmas, esperando la requerida, merecida y digna
sepultura mientras lo devoraban con sibaritas urgencias dos escarabajos
amarillos y una afanosa miríada de voraces gusanos. El cuarto tenía ese aspecto
lúgubre y ascético de una celda monacal, contrastando con el resto del castillo
de exuberantes y recargadas decoraciones exageradas hasta lo barroco. En las
blancas paredes carcomidas por el tiempo encerrado en las penumbras colgaba una
mustia y borrosos copia litográfica de la pintura mural del ‘Ecce Homo’ de la
iglesia de Borja, pero no del original de la obra maestra de Elías García
Martínez, sino de la imagen burdamente
retocada por las manos ingenuas e inexpertas de la octogenaria vecina del
municipio, doña Cecilia Giménez, el Cristo de Borja. Nos quedamos ahí de pie
cabizbajos en un respetuoso silencio por un largo rato esperando que los
fúnebres fulgores rojo carmesí del Stabat Mater cesaran, que fue en el mismo
momento en que la gotera que embebía el lívido púrpura de sus labios dejó de
caer, entonces abrimos las ventanas para que huyeran las libélulas, envolvimos
sus mortales y pútridos despojos en una alfombra veneciana y lo arrastramos,
como las vacas muertas ahogadas que a veces sacamos del Guadalquivir, hasta el
jardín de los jazmines donde los dos burdos muchachones que solían visitarlo
habían cavado temprano, antes que llegáramos, su tumba. Allí lo enterramos sin
más, soportando su hedor repugnante y espantando las libélulas que habían
vuelto atraídas por el olor a cerdo podrido, a ángel podrido, a bestia podrida,
ese aroma sublime y a la vez impuro como el de un Dios insolente. Vale.
Santiago de Chile, en Octubre 19 de 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario