“…supo a los puntos del verso inspirar...”. E. Cadícamo
Era, (el verbo ha de estar en pasado vigente), un amor distinto, a
contrapelo del terciopelo romántico de los otros amores antiguos que se
disgregaron en las arenas de los vientos, este era más sereno, más quieto, más
de mirarse sin decirse, y era más porque fue consecuencia de largas búsquedas
paralelas por los parajes en deshora, de resabios de soledades distantes e
inconsumadas, de insomnios en desolación y espera, búsquedas imposibles sin un
rostro reconocible ni un nombre que quiebre los silencios, ni siquiera una difusa
silueta o una sombra contra el muro, a ciegas, a tientas, sin esperanzas de
encontrar lo que ya no se busca, apenas un espectro desdibujado que se escurría
en las gotas que deja la lluvia en los vidrios, algo misterioso que no alcanzaban
a trazar las palabras, indefinido por la intensidad del requiebro que opacaba cualquier
razonamiento, pero seguían buscando, quizá más por rutina que por encontrar. Ella
vagando en su alto solsticio de los vientos trepidantes, él divagando en la
vertiente de la ciénaga de los espantos. Hasta que se dio la improbable
coincidencia que fraguó el destino para que convergieran en un café y una plaza
para que la amistad ferviente y ardiente se clavara entre los verbos y los
barrocos a destiempo, florecida de complicidades implícitas, de juegos de falsa
guerra, de continuos intentos con sus fracasos, de derrotas anticipadas y
victorias circenses. Allí fueron lo buscado y lo hallado, acontecidos
campanarios y urgencias desatadas, palabras que esperaban decirse y penumbras
donde los silencios campeaban abiertos y en ristre, tabaco y menta, el jolgorio
de unas demasiado pocas tardes, las caricias anunciadas. Ahí fueron lo que no
habían sido, sin huellas ni mañanas, solo ellos sin espejos instaurados en la
vigencia de un presente instantáneo, tercos caminantes en un desolado desierto
conversando de amapolas y ruiseñores, de algas en los roqueríos y de los verdes
pastos de abril. Y esa cercanía que trasciende lo físico y se hace intocable
pero persistente, los confundió en un tibio vaho atardecido que se fue
hundiendo en el nocturno de imaginarias luces de barcos imposibles. Porque
quizás ese misterio que somos para el otro es lo que nos tiene capturados, ese
saber que hay cosas en el otro que nunca conoceremos, y que cada día, hasta el
último, iremos descubriendo reflejos desconocidos, oscuridades ocultas o los
infinitos matices de las luces, imaginarias, que nos atraen (aquí el verbo ha
de estar en este presente perfecto y también en un inescrutable e incierto futuro
secreto) sin conocer su fin ni su sentido ni su significado.
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