Era la época de los malvones, después de las
pocas lluvias de agosto, los geranios florecidos hacían que el tiempo se
ralentizara en una ternura soleada, como de niños jugando a los volantines en
un cielo muy azul. El entramado de su voz se fue haciendo agua, sus ojos se
volaron por sobre los suburbios de la mañana, sus manos, cuencos de ternuras
acuciantes, se hundieron en la arena como raíces desaparecidas. Los cardenales
desbordados de rojos y blancos, de rosados y anaranjados, fijaban en sus
umbelas los coloridos destellos de un día lindo con la primavera a boca de
jarro casi empujando la puerta para adentrarse en el canto de los pájaros que
ya construían sus nidos encaramados en el ramaje del acacio. El murmullo del
viento jugando con las ramas de los eucaliptos la traía dispersa pero aun
vigente en ese amor que excedía la esquina donde aquel ayer se declaró ausente para
siempre. Sus hojas aterciopeladas miraban el sol envidiosas de las malvas de
hojas brillantes o el aroma cítrico de los pelargonios olorosos. Su presencia
perduró por años en las escondidas violetas, en sus perfumes a ras de tierra,
en su pequeña timidez, en su terrestre humildad de flor secreta. Las flechillas
(Hordeum murinum) ostentaban sus
espigas como si fueran trigos feraces, soberbias en su salvaje y cariñosa
ignorancia. Su imagen de niña retraída y silenciosa se dejaba dibujar en el
planeo zumbón de las libélulas y en los revoloteos adormecedores de los
abejorros. Las horas eran un baile de la brisa fresca entre los rosales, el
pasto recién cortado invadía el mediodía con su perfume concentrado de
atardecer de campo allá por los lares de los ancestros en las tierras del sur
materno. Las diminutas letras de su nombre estaban escritas indelebles en el
muro de adobes con la verde trama del musgo. Las mariposas se mimetizaban
atónitas con los tres colores de los pensamientos y con las dulces acuarelas de
las zinnias, contenían sus vuelos en los entresijos de la espera y en los
claroscuros de las enredaderas; la madreselva y el jazmín. Ella seguía ahí en
la memoria de un anillo con una perla y un reloj que justificó el tibio roce de
su mano. Las piedras tutelares derramaban sus sombras de caracol por la tierra
pura y simple, en los rincones yermos del jardín, en las penumbras frescas de
la sombra del naranjo. La soledad que habitaba en sus gestos, en el rictus de
sus labios, en su mirada buscando un horizonte cada vez más lejano, en la
manera con la que perdía las llaves o cogía una copa, iba sembrando las
semillas imperceptibles de su eterno recuerdo en toda venidera primavera.
jueves, 19 de septiembre de 2013
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Maravilloso.
ResponderEliminar