Pour Madame la Comtesse
Era el juego de tu mano una y
otra vez ocultando recatada la breve hendidura de tu escote a mis ojos curiosos
de tu piel inexplorada, el juego inofensivo de mis ojos intentando infructuosos
mirar sin que me atraparas el tibio canalillo entre tus pechos asomado con
tierna impudicia inconsciente o instintiva. Ese juego de secreta coquetería de
niña hermosa y de tímida seducción de adolescente extasiado. El juego que
sostenía la primavera inicial en sus ardores de novios en los parques, de
imaginados amantes detrás de los cómplices cortinajes en las noches perfumadas
de jazmines y lavandas, esos antiguos nocturnos de alta luna donde los
ammonites engarzados sueñan con yacer en tu escote, rozar tu piel y disolverse
en besos pequeñitos. Y yo hacía como que no miraba y sí miraba, o miraba sin
desparpajo asustado y ansioso, escondido en el reojo, en la mirada cautelosa y
furtiva, veloz y huidiza, y tú hacías como que no veías que yo veía pero igual
tu mano inmisericorde una y otra vez movía el borde de la blusa colorida o el
casto tejido para negarme el surco tentador que apenas se insinuaba entre tus
senos. El tiempo sucedía vertiginoso, mis miradas convergían una y otra vez en
esa convergencia de cauce, de bifurcación, de lúbrica visión tantálica, de tentación
imposible, tus manos insistían en su escrupuloso recato incitante, yo soñaba
con una tarde infinita. Los beatos ojos del ángel subían ensoñados al cielo
verde musgo de tus ojos mientras los lascivos ojos del demonio bajaban felices
al infierno del mullido escote. No sabía si tú sabías de mi inocente
insistencia soterrada, sospechaba que sabías porque tu mano una y otra vez
ocultaba el origen del cándido vicio, pero quiero creer que nunca tus ojos
sorprendieron mis ojos en su pecado contemplativo siguiendo el rítmico oleaje
de inspiración y espiración que llegaba hasta las suaves arenas de tu piel. Mi
mano tocó el fósil, estudié la maravilla de su estructura, su tersura
inquietante, su consistencia irrepetible de espejo vedado, sentí la tibieza de
tu cuerpo que permanecía latiendo en la roca y el metal, sentí el peso
voluptuoso de ese objeto que podía alcanzar, sin saberlo, mi paraíso perdido.
Surgían en ese juego íntimos deseos geológicos, fosilizados en antiguas eras
volcánicas, en sus fuegos telúricos, en sus lavas ardientes derramándose en
ávidos océanos primigenios. Y ahí estaban frente a frente intocables,
inalcanzables, las cámaras y los septos del ammonite dormido entre tus pechos
en su quieta paleontología desconocida abriendo una párvula fisura en la
delicada sensualidad de esa primera y no (espero) última tarde.
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