Rojo el sol se
hundía, la tarde arriba era violeta y púrpura.
Rojo. Francisco
Antonio Ruiz Caballero. 2006.
Se escuchó un estrépito de ángeles cuesta
abajo, un tintineo de alas de cristal y túnicas de concheperla, los lobos se
perdieron huyendo por la nieve hacía el bosque de pinos con los ojos enrojecidos
y los colmillos de un blanco reluciente. En el cielo brillaba Sirio en un azul
plateado brillante pero frío, la noche sin luna, gélida y vasta, se iluminaba
apenas con ese albedo multiplicado por la blancura nival que a veces se
desmoronaba desde las ramas de los pinos con el mismo estrépito de los ángeles
relamidos. Los ángeles silbaban entre azafrán y canela una conga mondonga
haciendo sonar la bisutería de artificio y los címbalos de la feria del agosto
recién sucedido. Bulliciosos papagayos trepaban por las iridiscencias que iban
dejando las luciérnagas en los tremedales de lianas y jungleras podridas mucho
más abajo de la desesperación de la nieve que cristalizaba en agujas de hielo
de un color agrio y arrastrado que recordaba el matiz de las esmeraldas de
egipcias. Los lobos aullaban perdidos en la hondonada de los colibríes,
asustados de sus vuelos zumbones y de la unción de la miel. Las maderas se
incendiaban con fuegos espontáneos, azules e inquietos, iluminando como un
candelabro desperdigado la nieve, los lobos entumecidos y los pinos nevados.
Sin un tupido velo los naranjos ostentaban sus breves soles atardecidos. Los
limoneros sus amarillos silencios. La singladura de una embarcación de velamen
roto dibuja un rostro que nadie ve en un mar que se evapora entre espumas
rosadas. Por los parajes del páramo siempre está sucediendo algo, una lluvia
que moja los cantos rodados y lisos pero no las arenas donde hacen sus nidos
los alacranes, el tétrico ulular de un búho que el eco devuelve una y otra vez
como un péndulo, un crujido inexplicable que surge desde el interior de una
macizo rocoso granítico, el día que se oscurece sin crepúsculo y entra en la
noche en un solo instante, la flor de un diente de león que lagrimea invadida
de una tristeza amarilla de amarga mala hierba. Y todo se va repitiendo en un
ciclo de infinitas reencarnaciones de ángeles estrellados y lobos asustados, de
pinos nevados, de azafrán y canela en el baile de la conga mondonga, de papagayos
escondidos, maderas quemadas, naranjos y limoneros, aquella lluvia que llueve
solo sobre los pulidos guijarros, los alacranes y un búho, la sonajera de la
roca granítica y la flor desconsolada, hasta que la Pili, dueña del tiempo,
sopla el pompón de vilanos del diente de león esparciéndolo por el atardecer y
todo deja de suceder. Vale.
Hermoso y dulce barroco para Pili, esa dueña del tiempo, reina soberana de tu vida.
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