Se venía un aire de bosque de pinos o de mar
cercano de roqueríos con algas meciéndose lentas en los oleajes cansado de
navegaciones y vientos de albatros. Del alto se veía el mismo mar entre los
mismos pinos como un horizonte que rompía los dos azules y las nubes de lejanas
tormentas jugando con veleros pintados de rojos o verdes o de azules distintos.
Abajo las arenas entre amarillas y grises se repartían en espumas blancas y se
traslapaban con el vidrio transparente del agua mar que la marea traía
vertiginosa con celo de caricia. Las gaviotas arreciaban allá por el lejano
sobre un cardumen invisible. Ciertos caracoles vagaban con su lentitud demente
en las rocas verdosas y humedecidas por la salmuera marina. La tarde se venía
calurosa y azul, algo dorada por los reflejos desde el canto oceánico, por el
borde de las arenas, por el vuelo de las gaviotas ensimismadas, por los grandes
barcos que cruzaban cargados de banano y minerales, por el vaho tibio que subía
y por el relente de la noche en presagio. No había más cielo por donde se
mirara ni menos mar que los albatros rayaran cegados por la reverberación y el
fulgor. El atardecer relumbraba acaecido sin encontrar la puerta que daba al
crepúsculo y se iba tornando más púrpura desde el anaranjado que viajaba en las
nubes sobre los veleros y las gaviotas. Todo fingía una quietud de marisma, de
ciénaga, de acantilado dormido, de albufera cercada por cangrejos. Las brújulas
perdían sus nortes y las bandadas de alcatraces y cormoranes rozaban las olas
extraviadas en sus rumbos a las guaneras. Un galeón de maderas carcomidas encallado
para siempre en la playa de los cascajos parecía que navegaba cortando las
espumas a favor del viento. La espuma se hacía mar y el mar gaviota, y el
viento se volvía pinos en sus susurros y el pinar era una regata de verdes velámenes
saliendo del embarcadero. Y los granitos erosionados, lisos como lomos de
ballenas varadas, observan con sus catalejos de cuarzo y micas los navíos de
los piratas que cercan los escondrijos del náufrago en su destierro. Un vuelo
de pelícanos traza una línea de lentas y pesadas ondulaciones sobre el azul cercano
de cielo y mar serenos. La casa del poeta que hablaba del mar, los mascarones y
las campanas vigila en lo alto más alto esperando sus pasos y su voz nasal y
monótona para que reinicie como si nada su poética marina quebrada por la
muerte.
sábado, 14 de septiembre de 2013
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Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarQue bello relato tan tranquilo a pesar de su colorido....para leerlo y dormir soñando con con campanas silenciosas.Maestro!
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