“—la luna era
ahora un borrón de tiza—“. Colibrí. Severo Sarduy.
Cantan la guaracha honda y acontecida con sus
modulaciones de barro hueco, caña madre de manos pomairinas. Las esfinges
morenas, regordetas y sonrosadas aplauden desde la última fila a contracanto de
las rechiflas de los pomposos vagos de la primera. La pochito cosa silba desde
su invisibilidad de nieta consentida asombrando con sus hechicerías barrocas al
viejo que escribe estas notas para matar la tarde fría y algo brumosa que se
reparte detrás de la ventana vidriada y los barrotes de claustro medieval. Una
bandada de tordos urbanos picotea las migas frente al alto muro penitenciario. Por
la calle larga vienen y pasan luces amarillas a pesar del día, o siluetas
marchitas caminando con el rostro entristecido, una espiral de palomas
aterrorizadas se eleva huyendo del chimango que planea depredador y soberbio. Los
ombúes van despertando del invierno, anchos y desproporcionados, con sus ramas
lerdas como arbolitos de cuento para niños relatado por un aviador extraviado
para siempre en un mar mediterráneo. El denso lejos de un olivo sin pájaros
posibles se recorta hacia el oriente cordillerano con su silencio verde
quieto contra le brumosidad de la
atardecida. Allá por el frente arde un fuego de largas llamas verticales, de
leña inadvertida o quizá carbón de espino, en presagio de una noche de carne
asada y secreta cumbiamba. Los estragos del azogue condensan la humedad que
entra por las rendijas, el vaho de las respiraciones, y el perfume agonizante
de las mustias flores atrapadas en un florero de cristal. El espacio se va
enturbiando como la anochecida ciega de afuera que recorre las calles a ras de
suelo entre las patas de los perros. Alguien se asoma furtivamente por la
ventana, alguien susurra una lastimosa plegaria, alguien abre una puerta e
irrumpe desapareciendo en la grietas del piso, su presencia momentánea solo la
percibe la llama de una vela que parpadea en medio del aire quieto del cuarto. Sobre
la mesa sin mantel hay un cenicero y una carta sin abrir, dos monedas de cobre
y un pequeño puñal de plata labrada. Como si se viniera acercando se escucha el
son atravesado de la guaracha y las voces chillonas de los bailantes, la música
es alegrona pero la letra desengaña, un sabor de aguardiente de caña y tabaco
despierta las flores marchitas como avisadas de primavera. No alcanza a irse aquel
bullicio jaranero por debajo del silencio cuando ya retumba en la esquina
opuesta la sonajera de las tamboras y del güiro de la cumbiamba, una alegría
tintineante entra por las rendijas con sus destellos de coloridas polleras y
sombreros de paja. Pero también el contento pasa disolviéndose en una calma sin
ecos y alguien se queda silbando los últimos compases cumbianceros. Arriba ya
es la noche, y la luna era ahora un
borrón de tiza.
Relato colorido ,pero algo añorante y triste....Bello.
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