sábado, 12 de septiembre de 2009

SANTORNO MARTIR


Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras.

Hombre de la esquina rosada. J. L. Borges, 1936.

Y una estrella en la ventana parecía querer caerse del cielo dando coléricos alfilerazos azulinos.

La Muerte del Cardenal Santorno. F. A. Ruiz Caballero, 2009.


Me miro con sus ojos de ángel impune, azules como cielo de estío, difusos y sin brillo, como si se le hubieran muertos hace años, quizás cuando lo nombraron arzobispo y se dijo que fue porque él delató al hermano Cipriano ante el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. También por eso su palio, con la típica banda de lana blanca adornada con cruces negras, nunca fue paseado por las calles en la procesión de nuestra Madre Santísima, aunque él fuera el prelado de más alcurnia y precediera el cortejo de encapuchados de riguroso luto y antorchas en alto en ambas manos, en cada uno de los trece años que vivió escondido bajo su mitra de arzobispo soplón. Me miro con sorpresa primero y después con pena, y por ultimo cuando ya iba cayendo como un fardo de ese pasto seco con que alimentamos a los miura en invierno, desvió la mirada porque supo que se le veía en ella el miedo pánico a la muerte, lo que no debiera ser en un hombre de fe, y que además por rango tiene ganado el cielo. En eso fue hombre digno, no quería que le viera la mueca de perro agonizante, con la punta de la lengua asomada y apretada contra los dientes blanquísimos como soportando el dolor, y los ojos azzurros desorbitados mirando el Cristo enchapado en oro que colgaba en un extremo de la habitación. Que si hubiera sido de oro macizo lo habría tomado como parte de mi paga, porque las cuatrocientas doblas que me pagó el sefardita eran doblas de cuatro y no de cabeza como yo creí cuando el muy tacaño me ofreció el trabajo, y no pagaron ni el puñal que después tuve que lanzar al Darro de puro miedoso. Lo de arrancarle los ojos fue idea de él, cuando me lo dijo asumí que era cosa de juderías, pero averiguando en el pueblo supe que el purpurado también había llevado a la santa hoguera a Sara, su única hija, acusándola de bruja, y que mientras el desgraciado sefardí la veía arder en la plaza publica gritó, entre los gritos de ella, que un día se comería los ojos del culpable de ese martirio. Pero cuando le hundí el puñal en el pecho cuidando de no tocar la cruz de carey esmeralda, y lo retorcí en tirabuzón para asegurarme su muerte, no pensé en Sara sino en el hermano Cipriano y me encomendé a la Begoña Andra Mari, porque sabía que eso hubiera querido Cipriano. Esperé que muriera, boqueando sobre la alfombra amarilla con arabescos florales y topacios de helechos. Con la punta del puñal le fui cuchareando los ojos con mucho cuidado para no romperlos, tal como me lo pidió el judío, y los puse en mi alforja sin limpiarlos, porque ya había decidido tirarla al río junto con el puñal. Terminada la faena miré alrededor de la habitación por si se me estaba quedando algún rastrito delator, y vi una rosa sin tallo flotando en un vaso de agua, unas cartas selladas con lacre amarillo, una Biblia de tapas de carey verde, y dos libro muy ajados; uno sobre la vida de San Lázaro de Antioquia, y el otro sobre la de San Manuel de Antequera, y también vi como afuera la noche llegaba a crujir de puro linda, pues su cristalería de estrellas se repetía en la escarcha del ventanal que se reflejaba a su vez en el gran espejo de cuerpo entero con marco de bronce decorado con figuras de serpientes entrelazadas, que había en el otro extremo de la habitación. Y luego, antes de irme, se me ocurrió darle un mordisco a unos de los pastelitos de miel de higuera y mojarme los labios en el vino dulce del cáliz áureo que estaban en la mesa con tafetán rojo, porque sentí que todo era como un rito religioso, como una misa para exorcizar un demonio. Porque eso fue su Eminencia Reverendísima Cardenal Santorno, un demonio solapado, solo que tenía los ojos azulinos, como el gran danés negro que suele aparecer en las noches en el criadero y espanta a los toros.

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