Io non so ben ridir com' i' v'intrai,
tant' era pien di sonno a quel punto
che la verace via abbandonai.
Inferno: Canto I. Divina Commedia. Dante Alighieri. Circa 1304.
Sería viernes o la mañana del día del infierno, porque las tardes la asustaban con sus madreperlas y sus albures de penumbras que vienen, de noche intacta, de sonámbulos y murciélagos, y no las mañanas en que todo se ve como es y se descubren las mentiras, los engaños, las malas pécoras y los lobos embrujados, por eso tenia que ser ese viernes mejor que la mañana del infierno porque en esa hora última nadie sabría ni de su nombre ni de sus ilusos ritos de salvación por la escapadera y el tumulto de cobardes golpeándose el pecho y de arrepentidos desenredando rosarios de madreperla. Y lo dijo con ese desgano lánguido y hermoso de las hembras que se saben divinas, con la boca en sonrisa mustia y los ojos como dormidos, sería entonces viernes, ese viernes escarpado, desesperante, largo como un tren atravesando la lluvia, que no dejaba nunca de pasar, de suceder sin solución de continuidad, sin amparos ni sosiegos donde echen musgo las piedras y socaven las raíces las cárcavas de las aguas de las lluvias que atraviesan los trenes. Hubieron otros viernes antes pero ninguno con sus ojos, con su rostro doliente y la furia encendida en la mueca soberana de sus labios, ninguna, como en aquel tango de Manzi: No habrá ninguna igual, no habrá ninguna, ninguna con tu piel ni con tu voz. Tu piel, magnolia que mojó la luna. Tu voz, murmullo que entibió el amor. No habrá ninguna igual, todas murieron en el momento que dijiste adiós. Porque eso era este viernes de la mala hora, era una tumba abierta que esperaba bajo un estricto otoño, perfectamente definido desde el día primero, desde el inicio de risitas y perfumes, de roces de manos, de miradas coquetas, de inquietantes susurros. Sería viernes, eso estaba declarado, un viernes ubicuo, innegable e inevitable, se sabía, tanto así que nunca se habló de ello ni en los mejores afanes ni en las peores madrugadas, no era necesario, iba a ser viernes porque ese era el día más propicio para ensangrantamientos y cruxificciones, en mitad del otoño de las lluvias sobre los trenes y la sepultura vacía esperando en medio de un cementerio de huesos de ballenas azules que encallaron huyendo del mar de los muertos. Era su viernes, ninguna como ella podía convertir un día cotidiano, sin más interés que las burbujas elevándose soberbias y majestuosas por sobre las flores fucsias o rojas (el preciso recuerdo se borró con ella) de la buganvilia apegada a la pared de ladrillos en el borde de un jardín inexpugnable, en una sombría jornada de terror y desesperanza suicida. Vale.
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