Hay un nombre
establecido en la simiente, un cierto sabor a cenizas y a sal, un eco maternal
que se viene por el atardecer como perdido en el silencio, el rumor puro de la
lluvia sobre el techo de zinc, la primavera soleada de los diciembres sobre las
dalias y los nardos, un olor a tierra quemada. Como si fuera un vicio de mi
nostalgia por ella imperecedera amaneció con la misma leve llovizna de ayer y
anteayer, esa garúa finita que humedecía los rosales para que lagrimearan por
ella. Y me dejo dormir acurrucado allá por lo suyo, adicto vorazmente a su inasistencia.
Siempre busco su imagen en la filigrana del bosque, y a veces la encuentro
escondida en los verdores atávicos de la primavera que no alcanzó a tocarla,
entonces me voy buscando la tersura de su mano sobre la mía y me extravío entre
derrumbes u hojarasca, otoño siempre de por medio. Caerán uno a uno los velados
tormentos de la aciaga memoria, danzarán las mariposas sin nombre en el
mediodía del bosque encantado, y ella resurgirá eterna y transparente por la
magia de la palabra y el terrible hechizo de su ausencia. Solo el jardín que
cultivaron sus manos puede contener todos los sueños, todos los susurros, todas
las voces, todos los sonidos de ese mismo rumor y fragancia que me rompe y me
atrapa y me naufraga y me rescata en lejanías que se disuelven en esas distancias
que otras voces secretas niegan en la búsqueda ciega de justificar la cercanía
imposible, de oír aunque sea el eco de su voz por el patio del horno de pan, o
antes, cuando el maíz de las estirpes. Y me sueño niño en ese patio de tierra
antigua, recorriendo su jardín, descubriendo los pájaros, los insectos, los
colores de las piedras, me veo nocturno en su ámbito sereno aprendiendo a no
tener miedo a la oscuridad, a reconocer el simple sabor del agua, a disgregarme
en el perfume total de la primavera y a leer los fragmentos de su silencio en las
hojas amarillas, rojas, ocres, que me legaron aquellos otoños apacibles antes
de las lluvias torrenciales de aquellos inviernos en la casa de esa infancia
donde era posible vivir los días de las penas ligeras. En el intento hay un
sabor a ciruelas maduradas en el ciruelo, y un olor a anochecer de primavera
florecida en madreselvas, pero ella no está.
viernes, 11 de septiembre de 2015
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