En memoria (siempre viva) de S. del C.
“Sólo quiero el grito que
destroce la garganta, deje en el paladar sabor de entraña y calcine los labios
proficientes”. El Sueño de las Escalinatas. Jorge Zalamea Borda, 1964.
Todo vuelve y permanece pero ya nada será igual. Ella fue ave sobre
el techo de zinc ahí por el lado del ciruelo, o abeja ajetreando en su jardín
florecido y la pequeña chacra que rememoraba perdidas comarcas de su infancia,
fue el pan diario que salía de sus manos como crujientes bendiciones, y el
sonido rítmico de la maquina de coser, o el misterioso silencio con que
habitaba los días de lluvia esperando que escampara. Que de pájaros dejó por
los duraznos y la madreselva, o los humos enrojecidos de atardecer que se
vienen como adentrándose en la noche desde su rumbo dormido allá por el sur del
tranque y el velero niño cuyo velamen aprendió el viento en la ternura madre de
sus manos como una blanca mariposa mágica. Se fue yendo de a poco, a pasos
lentos, como no queriendo, primero el jardín se fue borrando de dalias y
nardos, luego el ciruelo se perdió en las memorias del estío, después fue el
pan y el brasero, hasta que se cansó esa noche y se voló calladita con su
queltehue. Quien vio la palabra
destrozada, los altos muros antiguos, la puerta blanca apoyada en un poste,
supo de ríos aciagos, de negaciones, de calles / paisajes / rompientes. Quien
vio el azul agonizando esparció cenizas de aviario, gránulos de pesebrera /
holladuras. Quien vio a la madre preñada de él mismo esperando las luces de sus
ojos, las manos pequeñas apretando, el llanto niño por las tardes del jardín,
hundió en carne viva la espina y la sal. Quien vio el secreto en podredumbre en
el charco enlarvado e hirviendo es que abrió una puerta blanca, negó la palabra
destrozada y se ha ganado su rincón en el Infierno (i). Volverán en auge
los soles indolentes, el canto del miedo, lo nebuloso y lo turbio, lo oscuro o
tenebroso, la surgencia de las aguas malas en las orillas de destierro, en la
negras arenas donde las huellas de pisadas relumbran por los reflejos dorados
de un lejano sol inmenso que se hunde vencido en su poniente, en las arcillas
donde las algas mustias yacen como la escritura secreta de los arcanos
vencidos. Por todo esto y más, (quizás todo un territorio inconmensurable y un
infinito tiempo irrecuperable que existen en su nombre), que no es posible
describir en un idioma que no posee las palabras necesarias a tanta pena, es
que dejó de herencia su ausencia insoportable. No volverá nunca más para que la
sigamos buscando para siempre.
(i) “Aquel que
vio”. Del poemario Raíces en Arenas Negras, F. S. R. Banda, 2006.
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