Desde la ribera poniente
del Estero Yerbas Buenas, 18 al 20 de febrero de 2017.
El color de los ojos de Marianela en cierta tarde mirando el
atardecer, un violeta y un verde fosforescente en la esquina que daba al mar
hacia el poniente y donde todo era allí,
la angustia de extraviarte y la ansiedad por volver a encontrarte, la ventolera
y la lluvia que arrecia desde la altura de los bosques oscuros con los ulmos de
blanco florecidos, los dados que jugaban cada uno a su aire su pequeño azar instantáneo,
la noche de las cinco lunas estrelladas que la memoria guarda como fugaz
destello del ahora imposible, la suma y sus cansancios, el río ancho lento con
sus aguas casi quietas bajo la lluvia que es todas las lluvias, el silencio que
es todos los silencios, los del verbo encarcelado y los que se escondieron en
las cenizas de los rescoldos de la dulzura de [tu voz] las voces ya sin rostros,
el preciso matiz de unos labios despintados por la turbulencia de una noche de
besos y susurros, este invierno que posee el encanto de lo probable y la
certeza del vacío, la lluvia, siempre la lluvia como si lloviera en otro
invierno, el vino que busca en la contingencia la derrota o la victoria, ambas
inútiles en la hora tardía, la cata de los whiskies de los aromas perdidos, con
esos sabores que se quedan doliendo para remarcar la nostalgia, un sol que
nunca amanece y una luna ciega, y el vaho de los montes sobre la fría mañana, ese
breve invierno donde la voz se curva desesperada y desaparece.
Post data.- Ese nombre es un simulacro o un espejo que no refleja
sus ojos en su vértice esencial. Ese violeta y ese verde fosforescente son solo
antiguas y veneradas reliquias de un desértico territorio, quizá la antípoda climática
de este otro invierno.
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