y saldrán mis raíces
a buscar otra tierra.
Los Versos del Capitán. P.Neruda.
De ida todos los amarillos centelleando a lo largo del camino que iba siempre al mismo sur del memorial del olvido. Al sur del sur, más allá del consejo de todas las tierras, de los territorios del indio que soportaron el asedio de los adelantados pero sucumbieron a la vil estafa de almaceneros, jueces corruptos o estafetas de tercera categoría. Más allá del amarillo y los bosques ordenados. Después entre colinas verdeantes río abajo con las colmenas de todos los colores y por la orilla las maderas ordenadas, trozadas y rojas, como carnes heridas de hacha o sierra, esperando. Y había un rostro perdido entre el desastre de verdes, verde ulmo, verde coigüe, verde raulí, el verde lenga y sus iracundos fractales, el verde alerce y el verde roble. El fresco arroyo escurriendo entre quilas y matorrales, las secretas vertientes cerro arriba con sus nalcas y sus helechos, canto de pájaros, helicoidales vuelos de jotes de negro plumaje, como sombras de cóndores humillados, hasta hubo un chercán en celo aleteando detrás del cristal, rama en rama cortejando. Y un verde arrayán de palo colorado, con la corteza de color canela o rojo ladrillo, muy lisa, sedosa y fría al tacto como la piel de las vírgenes perdidas. Escribiendo la bitácora de un amor desesperado con el humo, con los senderos madereros, con los botes destrozados, con el vino amargo de un destierro autoinfringido que tiene nombre y voz y los ojos pardos sin olvido de su perdición para siempre, con ese rostro que se escabulle, se diluye, se pierde en ese desastre de verdes detenidos, verde tepa, verde tineo, verde olivillo y verde mañio. Los troncos secos de árboles muertos como columnas de un mármol más antiguo que la luna de la noche embrutecida de estrellas de una astronomía feraz e imposible, la noche río abajo hasta el mar que se presiente, con su barra, su arena y su oleaje. Todo el silencio aconchado en el valle y su afluente, como un violín muerto o una copa rota. El vaho madrugador que se reparte entre el boscaje y el espejo fluvial del agua casi detenida. Los meandros del río de los peces escondidos, del bivalvo petrificado, de los esquistos, más allá de la mapu de esos hombres oscuros, con sus cementerios inundados y sus nostalgias de araucarias y piñones. Aun más allá. Y hay un verde que vuela que se nombra choroy y un ancho río lento de aguas verdes que se nombra Llico, desaguadero de una cordillera verde que se nombra del Sarao. El verde profundo con los estallidos de pequeños rojos encendidos, de otros amarillos en medio de la pendiente verde oscuro. Pero todo se va en la vida, amigos. Se va o perece (i). Y el día se rompe en fragmentos verdes y el rostro, ese rostro, se desliza al fin aguas abajo naufragado. De vuelta la bruma, niebla, gris y húmeda, expandida por las siluetas fractales de las lengas, y los verdes ajenos, el verde eucalipto y el verde pino radiata. Después sólo la llovizna y después la lluvia por negros caminos que tragan y matan (ii) pensando y repensando la reina, perdida para siempre en el enigma del (iii) río sin peces y la madera congregada y los altos verdes y los breves amarillos del retorno. Vale.
(i) Mariposa de Otoño. Pablo Neruda, 1923.
(ii) Caminos Negros. Patricio Manns, 1957.
(iii) El Otoño del Patriarca. Gabriel García Márquez, 1975.
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