El varadero de
los recuerdos con su arsénico y su alabastro, con agosto en la encrucijada
entre el invierno que ya es llegado y la primavera arremolinada en la brisa que
trae los primeros aromas de las floraciones venideras. El trance boreal
haciendo gorgoritos frívolos y enhebrando con cautela el arcano del armiño, la amargura
del algoritmo que establece la frontera de la imposibilidad y va dejando una ínsula
con la falacia abrumadora de un remanso de crisantemos. Jolgorio icónico allá
arriba en la buhardilla donde han de habitar los duendes que esconden las penas
que llegan con las lluvias en sus cofrecitos de cristales de colores. Ninguneando
con vehemencias de enanitos bochincheros las premisas equivocadas sobre las
certezas de la pena, del exilio, de la turbiedad de las aguas bajo los sauzales.
Fritangas de feria, bocetos en las maderas amarillas veteadas de verde del guayacán,
chingar o chinchar, México lindo o Buenos Aires querido, encandilamientos por
las auras ancestrales de la higuera la noche del solsticio de invierno, tropelías
vernáculas de la lumbre y la espina. La madreperla navegando la ventisca tachonada
de hojas ocres y amarillas y rojas cuesta abajo por el escarpado de otoño. Pergaminos
que se van escribiendo en los portales de las madrigueras, en los brillantes adoquines
después de los aguaceros intermitentes, bestiarios de escarabajos enterrados y
ciegos incrustados como piedras vivas en sus húmedos territorios subterráneos,
bajo la cisterna de líquidos amarantos donde habita el fauno intempestivo y espléndido
que rige los escarmientos con la maraña del perjurio, la concupiscencia de los
atardeceres, el desquicio de los vidrios de la lluvia sobre las rosas y la demagogia
de los reflejos del día en los delicados charcos que dejaron los últimos chubascos.
Incordio de los pájaros ateridos, de las hélices de tungsteno de los nubarrones
que se vinieron con la aurora, cáñamo o cálamo, brioso atavío de los árboles
otoñales que soportan el escrutinio magenta de la tristeza antes de fenecer en
la sonoridad menguante de una finísima llovizna. Síntomas minúsculos de un barlovento
atravesado por la fugacidad de un vagabundeo imperioso, descalabro impío de los
párpados de un apóstol extraviado, mistagogo ultramarino predicando sus
perpetuas simbologías semióticas entre evanescentes medusas y vertiginosos
calamares. Cantos de argonauta encandilados por sirenas invisibles en las
brumas del mar aciago, preludios de las errancias donde el almácigo de la estirpe
es embeleso de pedregales en soslayo marmolado. Evocación del almíbar, del óleo
de una cacería en un salón en grata penumbra con olor a ron y a vainilla.
Imago: “Rosas y naranjas bajo la lluvia”, fotografía
del autor.
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