Esas
cosas pudieron no haber sido.
Casi
no fueron. Las imaginamos
En un
fatal ayer inevitable.
"El
pasado", Jorge Luis Borges
Como un beduino
de ojos rasgados por el brillo de todos los soles de todos sus días en un
desierto de desolación con el aire quieto de los cementerios abandonados en las
pampas de las costras de caliche y los dominios de piedras negras. En la boca
esa añoranza sórdida por el mecer de las ramas de los sauces arrastradas con
insistencia de Tántalo por las acequias y los canales de su infancia tan lejana
que su recuerdo es solo el recuerdo de recuerdos cada vez más antiguos que se
convierten en meros esbozos de un paisaje, una imagen o un olor indescriptible.
Gorgojeos de pájaros distintos en la fascinación de los verdes congregados en
las zarzas moras antes de su firmamento estrellado de verdes iniciales, ácidos
rojos y negros finales. El té con canela, el mate y el colapso de los juegos en
el jardín o el patio, la extinción sucinta de la alba lechuza que sobrevolaba
la casa en silencio absoluto cierta noches de primavera. El crepitar del
brasero allá afuera en su incendio quántico de miríadas de chispas
incandescentes y extrañas flamas azules. El péndulo de las estaciones con su anarquía
protocolar que hacia llover sin aviso a mitad del verano y la luna nueva con
sus cachos avisando como vendría el clima en un código atávico que solo la
abuela sabía descifrar. Aprendiz de pirómano tristón ante la última sepultura,
enfrentado al juego aleatorio de la muerte que se adhiere a los años como dentritas
de hierro y manganeso o empegos de crisocola, irrisoria, pomposa, como el catafalco
destruido de un rey sin castillo, reino ni territorios. El brocal del pozo de
las aguas salobres allá en la isla del poeta y las sedosas ágatas resplandecientes,
simientes de la roca pura acariciadas hasta el cansancio por las arenas y
desperdigadas como joyas de naufragio por los oleajes sin misericordia. Barbitúrico
o artimaña del tiempo en decadencia, impronta de un pasado posible y verosímil
pero sin certezas, vuelos de pelícanos en ultramar, algarabía de gaviotas, gélido
invierno marino que expande las carencias en su polifonía de rompientes y su euforia
de espumas. Caracolas, botellas, mascarones, campanas sospechosas como el ancla
oxidada que mira la mar con metálica nostalgia, y el verso habitual en su
esplendor y dramaturgia, allí en la patria ingrata de los asesinos quemando
libros que no entienden en su burda naturaleza de miserables traidores. La azucena
colindante, acidulada, en su vertiente de voces inmortales en esas calles con
geranios y altos pinos y cercos de maderas recién taladas. Vale.
Una botella en el mar trae siempre un mensaje de esperanza; los quemadores de libros, no saben que la poesia , el arte de escribir,la sabiduria no puede desaparecer en cenizas ni siquiere en espumas.
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