Todos los
nocturnos se me van muriendo de frío, los otoños se extienden sin encontrar sus
inviernos como sí el estío allá detrás se hubiera volado y la primavera
subsiguiente fuera una llana incertidumbre. Se van, se vuelan, se diluyen los tiempos
aciagos con sus pesadillas recurrentes y sus dolores instaurados, y también el
canto de ola de esa noche de noctilucas, las luces lejos, la luna inmensa y
amarrilla allá hacia el horizonte marino dejando el rastro de sus babas
iluminadas sobre un mar quieto y desgarrado. Yo que vi el esplendor de la Rosa
Celestial, que tuve en mi mano el cetro, la corona y la espada de amo y señor
de mis territorios, rey instaurado y pequeño dios sobre mi entero Universo, vil
y vicioso, debo ahora regirme por las azarosas pleamares de los inundados plenilunios.
Yo busqué en ceparios y teterías los tóxicos licores que hacían los días
distintos, los sumos y brebajes que no daban la inmortalidad pero sí convertían
la vida en continuos oleajes de goces imprescindibles. Y encontré en esos
rústicos encierros de vergüenzas las calles empedradas que daban al todo
infierno con sus algarabías y cánticos de engaños, y en la última cloaca del
espanto poseí la serena beatitud de la saciedad y el cansancio. Pero se van
yendo los treinta y dos matices del amarillo otoñal, entre rojos, marrones y
ocres, y caen las hojas y se vienen los nublados con sus vientos y sus pájaros
entumidos. Se van, se vuelan, se esparcen las mañanas cargadas de las
intensidades de la noche, huyen los perfumes con sus vahos perturbadores, los
ojos en los espejos, la piel que fue silencio y las manos desveladas. Nadie más
que yo, pescador y barquero, navegué costeando con el rumbo perdido sabiendo
usar la brújula y el astrolabio, orzando en aguas bajas buscando encallar para
saberme náufrago en los entornos de un determinado paraíso. Desafié con desdén
la causalidad voluntaria y la casualidad indescifrable, las epifanías en las
que los profetas, chamanes, brujos u oráculos interpretan ciertas visiones de
un más allá inexistente, me rebelé ante las revelaciones insostenibles de la fe
y la falacia circense de una justicia final. Por el entramado de los bosques,
en las orillas vegetales de los ríos, a través de los caliches desamparados, se
van resquebrajando los nocturnos encantados, se me van, se me vuelan, se me
deshacen en arenas insómnicas las imágenes de un extraño sitio eriazo donde
crecían grandes matas de zapallo con sus grandes hojas verdes y sus grandes
flores amarillas, y eso era en mi infancia. Vale.
Imagen: “Perfecciones
del otoño”, fotografía del autor.
Es el tiempo que habla, pesado , seguro.Esos nocturnos encantados siempre vuelven. Forman esa senilidad que no molesta pues esta rebosante de figuras del pasado.Esta escrito con un arraigo que solo se encuentra en las raices mas profundas de nuestro ser pensante y no miente.El alma infantil jamas miente. Hermosa senilidad.
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