“Consuélate: no fue un tiempo perdido:
en todas tus ausencias, yo te amaba.” Rima IV. Blanca Barojiana.
Te busqué con otros nombres y otras
siluetas recortadas contra la luna poniente, dejé el oleaje suspendido en ese
mar que mirabas enceguecida de nostalgias, abrí senderos en la jungla de tu
recuerdo solo para volver a oler tu perfume una vez más y recordarte toda una
tarde sin crepúsculo posible ni pájaros oscuros emigrando por tu ausencia, dejé
mis huellas caminando en inútiles círculos por los desiertos que guardaban en
sus resecas arenas las perfectas sombras de tus pestañas, declaré mis tormentos
en los amarillos de los aromos y los trigos, te supuse perdida y asumí la
pérdida mientras el río murmuraba la pena que yo no me atrevía a divulgar por
esos bosques donde te divisé tantas veces como si fuera cierto y no el juego
cruel de destellos de sol en los follajes. Tú sabías por esos entonces que yo
te buscaba sin testigos por las sombras inclementes de las noches de
plenilunio, por las esquinas de faroles apagados, por las orillas y los cauces,
por las entrelíneas de mis furiosas cartas de amor que atesorabas sin reconocerlo
porque en ellas estaban los fragmentos de todo lo que eras. Te escondías en los
ciegos nublados del acaecido invierno, en los pétalos esparcidos de la vasta
primavera, en la hojarasca murmurante del otoño y en los lentos calderos del
estío, desaparecías subterránea o sumergida aunque vigente como una estatua
insoportable esculpida con el tormentoso material de mis derrumbes, mis asedios
y mis molestas persecuciones obsesivas. Te buscaba en nuestros desolados
territorios, en los parques y en las espumas de las rompientes, y tú sabiéndolo
no venías, no te dejabas ver en las luces ni en las lluvias, te borrabas, eras
ausente por vocación de esfinge, descreías de fervores, de halagos, de los
versitos de mala muerte que te escribía en los ventanales empañados, de los
susurros que invocaban ciertas noches de cuando estabas. Sé, iluso soñador, que
andarás ahora también en los sitios equivocados, oyendo mi voz sin eco en su
reverbero por las comarcas de la espera desesperada, viéndome de mentira por
las últimas calles de tus penúltimos atardeceres entre los perros que ya no te
ladran y los mendigos dormidos, caminarás como siempre altiva, dueña de tus
celos, de tus furias, de esas torpes certezas que siempre confundías con tus
usuales desengaños, poseedora de todos los espejos y de los infinitos matices
de los otoños, del preludio y de los tristes finales, única heredera de tu
imperio somnoliento, pero también inevitablemente, y para siempre, arrepentida.
Vale.
No hay comentarios:
Publicar un comentario