“Ruinas de múltiples Cartagos,…”
Selvas de Xión. Francisco Antonio Ruiz Caballero.
Crótalos, artificios mesiánicos de una demencia senil. Crótalos ciclópicos con el ojo de rubí sangriento y escamas de concheperla iridiscente. Aspides negras y hinchadas boas de piel tumefacta, morbosamente blanda. Piedras cantarinas hundidas en un río seco por el último estiaje. Virulencias satánicas adheridas como un musgo venenoso a las agallas de un portentoso esturión verde con su protráctil boca ventral en su cabeza acorazada y sus cinco hileras longitudinales de placas óseas. Un hongo amarillento, botroidal, con extrañas protuberancias irregulares, duro, seco, duerme al pie del tronco muerto del acacio muerto. Geranios buscando la luz con sus invisibles tentáculos verdes. Brotes de mandrágora sobre las torturadas raíces antropomórficas de ginseng. El rosado atrapado en las flores resecas de esteparias añañucas. Grandes bolones de piedra insertos en una quietud milenaria que trasciende los eones y las elípticas siderales. Desarraigos tumultuosos. Semillas de hinojo en el brasero que humea ante la figura del Budha indiferente. Sarro, costra, salitres arcaicos ocluyendo los poros intersticiales de desolados conglomerados transgresivos. Inferencias gnoseológicas escritas en las escamas plateadas de mambas negras como la antracita que reptan con el desparpajo hiriente y soberbio de los seres que se saben intocables. Ganzúas de verdeante bronce antiguo que ya no abren ninguna puerta. Alquimias recónditas prostituidas por la búsqueda rapaz de un oro malvenido. Galena y cinabrio. Astrologías sobre las sombras de las estrellas pétreas que giran en un zodiaco terrestre y equivocado. Licopodios en lutitas carboníferas. Crótalos silbantes. Bejucos invadidos de gigantes libélulas azules y rojas en las orillas de las ciénagas que rodean la isla de los náufragos. Acantilados esperando a los suicidas del crepúsculos triste frente a un mar marchito y sin oleaje. Iguanas de piel metálica decapitadas por los saurios prehistóricos. Tortugas de caparazón transparente y hocico de licántropo. Cristalizaciones amarillas de azufre volcánico. Arenas foraminíferas. Crótalos entre frondosas masas colgantes de hermosas orquídeas ponzoñosas. Troncos caídos como cadáveres momificados de guerreros vencidos. Cráneos blanqueados, limpísimos, donde viven delirantes hormigas salvajes. Jaurías de ratas albinas, gordas como jabalíes, persiguiendo rosados y rojos flamencos en las orillas de las salmueras atiborradas de Artemia salina. Lagunas quemantes, géiseres hirvientes, fumarolas, alturas andinas donde el sol es dios y la tierra es madre, Pachamama. Coirones y pómez, obsidianas y oligistos. Lagartos color de luna que se alimentan de luciérnagas de bioluminiscencias magentas. Crótalos hambrientos de lagartos de escamas fucsia intenso virando al violeta, deidades petrificadas como serpientes emplumadas. Miserables culebras atrapando moscas, lagartijas calipso amarillas trepando muros verticales. Aguilas harpías en siniestros vuelos helicoidales y buitres planeando al acecho desde lo alto de un cielo anaranjado. Lampalaguas zigzagueando entre lotos y jacintos de agua, allá abajo, más allá de donde termina el hondo cañón del río y sus aguas marrones entran en el delta de todos los verdes posibles y más allá se divisa la línea blanca del horizonte de espumas de un océano de sirenas, leviatanes y medusas, en cuyas playas se encuentran las piedras ágatas pardo rojizas que antes fueron rubíes en el ojo de los extintos crótalos ciclópeos. Inminencias o presagios de una retardada locura. Vale.
No hay comentarios:
Publicar un comentario