“Animula, vagula, blandula…”. Publius Aelius Hadrianus Imperator.
Todo tenía un aire mayestático pero de alguna manera impenetrable, sobre el plinto de antiquísimo mármol romano del Monte Pentélico, con su blancura uniforme y ese ligero matiz que le da un brillo dorado a la luz del sol, la pequeña estatuilla de Antínoo era de un oro muerto, apagado, avaro. La cristalería lanzaba brillos deformados y caóticos como si la luz azulosa que entraba por los altos ventanales atravesara un agua turbulenta, en continuo movimiento. Las paredes eran negras, opacas, cubiertas por un tenue y delicado polvo de silencios y tristezas que absorbía los sucesos que habían acaecido en el salón sin dejar vestigios de las más mínimas memorias. Y ese olvido continuaba en el opaco barniz caoba de los muebles, en el tapiz raído de los sillones que parecía un musgo denso pero suave de color púrpura estremecido y gitano. El mar, allá lejos, tenia una turbiedad anaranjada y rompía en espumas bermejas y destellos escarlata. Las grandes naos que cruzaban en ambos sentidos entre el horizonte índigo y las rompientes espumosas poseían siluetas demasiado perfectas, siempre nítidas, con toda su arboladura y cordajes pero con el velamen recogido como si presintieran una inminente tormenta. Cuando fue el atardecer el cielo sin nubes tomó una coloración verde muy intensa y el disco solar en su amarillo pálido declinó sin arreboles, cansado e inútil. El crepúsculo fue un resplandor verdoso carcomido por el burdo amarillo solar. Un bergantín de tres mástiles cruzó el extraño poniente dejando una estela que no terminó de deshacerse hasta que el sol desapareció vencido de furiosos verdes iluminados. Detrás una luna menguante tornó turquesa el verde crepuscular del cielo ya apaciguado, y el mar fue violeta y las espumas de un claro rosa repentino. Desde el jardín abandonado a las hiedras olvidadas y a la exuberancia salvaje de las hierbas y los matorrales silvestres, un lobo aulló rasgando la soledad de las estatuas y de la pileta vacía. Otros lobos, desde el bosque de pinos de la cercana colina respondieron con aullidos aun más nostálgicos. Luego volvió el silencio. La toxica luminosidad lunar fue trastrocando los colores, deformando las siluetas, y ya a medianoche todo era de un gris suave y enternecedor, íntimo, tanto así que vista desde cierto ángulo del salón, la pequeña estatuilla de Antínoo parecía sonreír, quizás con la misma sonrisa dulce de la que se enamoró el Divino Adriano. Vale.
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