Ya no hay nada que decir, solo
hay la necesidad viciosa de seguir diciendo. La brusca discontinuidad de la
memoria que se erige como un muro de barro vestido de los musgos de las lluvias
del último invierno, esencias de madreselva en las tardes frescas, las rosas,
las dalias, el ciruelo, el vuelo silencioso de una lechuza blanco fantasmal contra
el azul oscuro de la noche serena en la puerta de la casa de madera donde
seguía lloviendo aun después de la lluvia, eran densos goterones, espaciados e
intermitentes que hacían más frío el frío del invierno porque eran nocturnos y
quizá misteriosos para el niño que miraba por la opaca ventana, la calle larga
que hacía ruborizar el atardecer ya cercano a la penumbra inicial, allí en la
esquina los amigos que descreían del mundo y lo derrumbaban en el nocturno del
Tango Bar y volvían a construirlo al filo de la madrugada para tener de que
hablar o escribir al día siguiente, la misma
esquina donde de pronto vino a mí la fundadora, entre el murmullo de las cosas
y las gentes tuve la premonición de su largo pelo suave y la voz de silencios
que iba a ser mi tormento de los años por venir. Traía la estirpe en semilla
para que yo, en las cumbres del miedo viniera a justificar su noche mas larga
de todas mis noches. Era ella. Venia a establecer la casta de mi soledad y mis
ojos, de su largo pelo suave y su boca, venia a fijar los rumbos según sus
propias estrellas, sin cartas de marear ni mapas de lugares, solo con el
instinto de hechicera que sabe de las magias necesarias para cambiar las
direcciones de los vientos, torcer las corrientes oceánicas, desviar los cursos
de los ríos y desbaratar geografías. Y desde entonces navego desesperado por
los siglos y los días, porque también tiene poder sobre el tiempo, tratando de
entender si su norte de ayer noche es el mismo de esta madrugada de nieblas
donde solo ella es el faro perdido de mi salvación para siempre (i). La
consistencia impalpable de tiempo ido, la esencia de lo irrecuperable, las
semillas que brotan, crecen y florecen en los vagos jardines subterráneos del
aquí y el ahora, la persistencia inviolable de lo que no herrumbró el olvido ni
las penas o alegrías que se sembraron después en los mismos surcos. La envidia
non sancta de no haber escrito yo las tres frases que concentran los colores
que le gustan a la Pili: Las sombras de
los árboles eran moradas (ii). El
frío de la noche tenía incrustaciones de violetas (iii). Rojo el sol se hundía, la tarde arriba era
violeta y púrpura (iv). Y aquella que justifica los errores y las
traiciones, los pecados y las mentiras, mis pequeñas miserias y mis burdas
vanidades: Yo puse en ti el fuego que te
devora. (v)
Notas bibliográficas.-
(i) “Del origen de la Raza”, en
Breves Relaciones de viajes a los Mares Interiores, Rubén D. Ramírez Rodríguez,
Antofagasta 1995.
(ii) El Cristo de la rue Jacob.
Severo Sarduy, 1987.
(iii) Pequeño relato de fantasía.
Francisco Antonio Ruiz Caballero, 2006.
(iv) Rojo. Francisco Antonio Ruiz
Caballero, 2006.
(v) Ezequiel 28:18.
maravilloso texto.
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