Yo dejaba que tu boca me naciera
como aquella rosa en su rojo contenida, que la madrugada amaneciera en tu piel
de luna llena, desdoblaba la mañana para ir a encontrarte en los pájaros
entumecidos, en las piedras sin ruido sobre las tierras quemadas, veía llegar
la noche con sus arreboles impuros, con las intenciones perfumadas desde el
borde de tu cuello besado hasta el silencio, con las estrellitas esparcidas en
el terciopelo triste que no acababa en tu ausencia sino seguía parpadeando como
un león cansado en los aleros de tus pestañas. Cristalizaban entonces nuestros serenos
imposibles, el destiempo, la distancia, los otros, el no haber coincidido en el
mismo barrio o la misma calle cuando aun era el tiempo, la lluvias inútiles y
los parques vacíos, las garúas en horas equivocadas, ese destino que no supo
tejernos la trama del encuentro con los besos y los anhelos de una posesión que
atravesara los instintos y los convirtiera en una sola caricia. Había voces
instaladas en los bordes del otoño, musgos esperando y hiedras hibernando, y
yuyos dormidos en sus latencias de semillas amarillas bajo los escombros y los
naufragios. Yo te veía venir desde el otro lado del espejo, entre las dalias de
un jardín ya imposible donde tu primavera florecía esperando la vendimia de los
años por venir, y un mar de veleros atrapados que se desvanecían en los
imprevisibles oleajes de todas las tormentas. Las tardes eran extensas planicies
sin horizonte donde yo esperaba tus furias y tus celos, tus pasiones y tus
extravíos, tus fugas y sus retornos, pensándote en un extremo de los años que
faltaban para que se cumplieran los designios de la borra de tu café y las
premoniciones que escribían los caracoles en los muros de mi invierno. Yo me
quedaba extraviado en los jardines de las madreselvas como si ese poco tiempo
fuera nuestro mientras tú desaparecías en esos lugares extraños, patios,
jardines, cuartos y corredores con altos ventanales, todos sitios de la memoria
más profunda, aquellos donde se guardan los años felices. Ya chapoteando en los
último arreboles del crepúsculo me despedía con un abrazo tierno y un impúdico
beso en tu boquita esquiva en cualquier esquina donde nos encontrara la noche
que nos separaba, y me iba sintiéndome culpable de tus desencantos y tus
desengaños, aun sabiendo que ambos caminábamos siempre juntos de la mano por
esos rumbos de perdición y sueños inconclusos.
martes, 12 de mayo de 2015
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