Suite 162 “Trocadero”
Le enseñó a rezar a las calas arrebujadas por
el lado de las sombras húmedas y los códigos del esperanto al ciruelo cuando
con su velamen henchido de sus breves blancos fosforescente cruzaba el azul
oscuro de la nocturnidad oceánica del patio allá lejos en la casa de las dalias
y los nardos. Dejaba la primavera arrumbada en los descargos del estío para
dedicarse con euforias de vagabundo a la verticalidad insoportable de los pinos
con telón de mar tormentoso y coronas de albas espumas en los oleajes, acudía
más por rutina que por curiosidad de espeleólogo a los ceremoniales de los
cangrejos estrellados en las arenas entre las algas y los nácares de las
caracolas vencidas. Derogaba el verano que desciende sobre la noche acotada y
calurosa porque sus preferencias iban por las mañanas donde giran los girasoles
de la Pili diseminando por los rosales sus amarillos estruendosos y su polen
habitual, habitados de abejas zumbonas y de las alegrías de la brisa que
destila el acacio soberano. Solía agradarse en los recovecos tranquilos de la
contemplación de la fuente en su tumulto de gardenias, de antiguos aldabones,
de brillantes cristalerías, relucientes porcelanas y borrosos gobelinos, en las
burbujas de la pleamar por el malecón y el muro mientras un agua seminal
convoca fragancias con el sicoceo del canto desencanto en sus amapolas y
surgencias. En su ambigüedad de tropero incauto y botero fluvial se establecía
en cualquier esquina del arrabal nostalgiando los rastrojos del manzanar, el
callejón ripiado con sus canales y las drupas arracimadas del rojo al negro de
sus zarzamoras. Sabía que la garúa en su imperio invernal se escondía bajo las
piedras, en las raíces de las correhuelas y en el azul-violáceo de las
achicorias y hacía esperar sus soledades de fauno perseguido por los entresijos
de un libro o dejando la mirada fija en lontananza más allá de los horizontes
constelados. Pero lo aquejaba desde niño una melancolía pausada que le iba
arrebatando de la memoria los recuerdos más hermosos y le dejaba los rostros
sin ojos, las palabras trabadas en una algarabía de susurros y voces
irreconocibles, los atardeceres engañados por los soles equivocados, y el amor
confundido con sus propias trampas de bucanero y las sublimes engañifas de
circo de fieras. No obstante, en esa fantasmagoría de olvidos enrevesados aun
poseía dos breves eternidades; el amigo asombrado por el pez de plata en el
pasto y la imagen para siempre de la Maga bajo la luna. Vale.
Imagen: Fotografía
del autor, hoy.
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