lunes, 17 de enero de 2011

TRANSPOSICION

Es la piel, su textura de nube o de pétalo, su perfume indescriptible y único, pero reconocible en todo crepúsculo que alcance las tibiezas, las armonías de tiempo y lugar, ahí, ahora, como nunca más, dentro del túnel hosco y atrabiliario del tiempo, que se pierde, se diluye, se escapa con sigilo de sierpe vengativa. Es la sinuosidad de su cuerpo de gacela bíblica, líquido y a la vez denso como el azogue, la plenitud de doncella llevando el cántaro al mismo ritmo del agua, en su desnudez secreta, en su sudor joven, oloroso a solo ella, en las tersuras de sus curvas ocultas bajo la túnica que el contraluz dibuja con la inocencia de un sol que apenas la acaricia. Es la simetría dionisiaca de la ninfa que huye entre risas del sátiro que la espía y la imagina contra el espejo del estanque. Son sus ojos de un azul celeste siempre en fuga que bifurcan los almendros y transan en plena primavera los ajuares de los magnolios, las efervescencias de la rosas y los sutiles pecados de los claveles. Son sus pies desnudos en la grama fresca que no dejan huellas porque van haciendo florecer los tréboles y las violetas, y despiertan las dormidas larvas subterráneas y las semillas de los árboles sagrados. Son sus manos que rescatan las flores aun vírgenes, los capullos asustados, las espigas que esperan madurando el estío que nunca llega, son sus dedos atrapando mariposas o tañendo corolas y estambres y pistilos en medio de un esparcir de polen a los vientos. Es la miel dorada de su pelo que rompe la brisa en susurros que la arrullan con la veneración de los montes y los bosques, que la visten con la humedad vegetal del murmullo del arroyo, que la adormecen bajo hechizo para que vuele libre libélula y en las floraciones fragantes sea frágil efímera que vive menos de un día; que emerge al atardecer y por la mañana ya ha muerto sobre los misteriosos pensamientos de terciopelos enlutados. Y sí, es esa piel en la etérea palidez de luna, ese cuerpo en un sayo luctuoso, es la perfecta simetría de serena reina o altiva sacerdotisa, son sus ojos cerúleos que miran sin mirar, desde su cielo inmaculado de un día claro, sus pies calzados, sus manos enguantadas, es su pelo aguamiel de los dioses ebrios, no hay duda, es ella, pero no es el bosque del sátiro ni del estanque, y no hay soles ni almendros ni magnolios, no hay rosas ni claveles, no tréboles o violetas, ni larvas dormidas ni semillas de los árboles totémicos. En verdad es un alto salón vacío en cierto ámbito de penumbras, con un muro cubierto por un tapiz azul oscuro y hojas bordadas en oro viejo, y ella esta ahí sentada, quieta, esperando, hierática, lejana e imposible.

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