Pardas consistencias de serpientes con sus colmillos embadurnados de veneno azul de cianuro, como con azúcar brillante de pequeñísimos zafiros mortales. Hacia adentro la oscuridad era perfecta, tenebrosa y ciega, con una textura de legumbres secas y resecas que se acumulaban en los rincones plagados de gorgojos, y en las salientes rocosas de las paredes donde el musgo y los líquenes tejían sus verdores y grises con los destellos azarosos que provenían desde el fondo donde se escuchaba el ruido de un agua escurriendo a sobresaltos. Sucesivamente todo entraba en un marasmo mágico, en un extraño receso. Esa totalidad en penumbras se detenía hasta alcanzar la unción de un silencio de cristal o arena. Luego muy lentamente se iba retomando la normalidad de las consistencias, de la oscuridad y del chapoteo del agua allá muy al fondo. Se volvía a oír el tañido de los escarabajos carcomiendo los raquis, el eco de las sombras rebotando en los soportes de eucalipto, los clavos chirriando al hincharse la madera y el continuo desgrane de los techos que tenia dos ruidos exactamente coordinados; el crujido lítico, aporcelanado y corto, de la trizadura de la roca suspendida que cedía, y casi al instante el sonido sordo del fragmento liberado al caer en el agua cenagosa, y luego de nuevo el silencio de catedral vacía, el roce de las consistencias de serpiente o los escarabajos royendo las barbas y el plumón de los vexilos, triturando y desgarrando las resecas pieles escamosas y los calamos de las ultimas mudas. Las agujas calcáreas parecían soportar el techo abombado por la grietas rellenas de salbanda húmeda, y con los destellos se iluminaban como un inmenso órgano medieval convirtiendo la bóveda central en una basílica abandonada. Los hongos crecían sin limite, soberbios y venenosos, de una coloración alba y fosforescente, fantasmagórica, que generaba una luminosidad baja y difusa que iluminaba el tráfago de escarabajos verdes metalizado, negros brillantes y café amarillentos. En el centro de la bóveda hay una abertura circular de un codo de diámetro, el óculo, similar al de la cúpula del Panteón de Roma, que deja entrar el aire, la luz y la lluvia. Bajo este haz vivificante han crecido algunas flores que se abren al anochecer y desprenden un agradable aroma a lo largo de las horas nocturnas, son madreselvas, julianas y la flor de la trompeta. No es raro oír cuando afuera el crepúsculo cierra el día más allá de los arreboles, el agudo chirrido de miles de murciélagos que abandonan el secreto santuario de Quetzalcóatl.
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