El estío, con el sopor de la canícula y sus verdes ya buscando los ocres melancólicos, los rojos sangrientos y los tenues amarillos de un otoño que aun camina entre las brisas insistentes emboscado en el equinoccio por venir. Ambito de sudor y soleados implacables, tierra reseca, piedras ardientes, añañucas en sus rosados núbiles detentan la suavidad inconclusa de la fugaz primavera que se fue diluyendo en las ramas verdeantes, en los frutos endulzados por soles altos y continuos. El juego de sol y sombra dibuja el mapa de un territorio quieto que deambula a lo largo del día buscando sus fronteras proyectadas por los ramajes sin pájaros y por la cadenciosa voluptuosidad del largo verano. Los rincones umbríos poseen esa consistencia vegetal de las grutas frescas, de las cavernas húmedas, de los senderos entre los cañaverales donde las fieras acechan con la sangre palpitando en las secretas trampas de las aguadas. El día acontece con mansedumbre de dromedario, como agua estancada, con la evocación azul violeta que precede al suicidio o la fuga. La modorra del hastío socava los huesos, orada los muros del templo, inunda de un incienso melifico el mediodía estival y redefine las horas envolviéndolas en celofanes de colores opacos, como ramos fúnebres a la espera de las exequias de la tarde que vendrá con su densidad de arcilla y su sabor de sales invisible. Las semillas caen buscando los escondrijos donde cruzaran el invierno más allá del otoño pervertido y del concho solemne del estío. Zumbidos de insectos arremeten la sinfonía efímera dentro del calor sofocante. Un silencio concreto, sólido, de pared de ladrillos y adobes, absorbe los escasos cantos de los pájaros, el ruido de la calle, las voces que a lo lejos repiten las parsimonias desgastadas de la tibia desesperación del sol enquistado en el cenit como un guerrero de dorada y brillante coraza. Todo es un incendio sin llamas, desde la altura olorosa de los eucaliptos hasta los brotes tímidos de olmo que siempre están intentando ser árboles con sus hojas percudidas y sus raíces insistentes buscando donde hacer surgir su tristes varillas que siempre terminan muertas como restos de hierbas extrañas envidiando los pastos vencedores con sus pequeñas espigas esperanzadas. Vendrá la tarde con su hoguera, huirán los pájaros a sus frescuras secretas, las hojas serán mustios colgajos y la tierra un desierto donde reverberaran los espejismos minúsculos habitados de hormigas incandescentes. El sagrado Ra ira declinando, la brisa fresca fluirá en el boscaje, las sombras como un oleaje irán invadiendo los páramos soleados, se ira manchando el cielo azul con las tonalidades de rubores, índigos y tonos amarillos del atardecer, hasta estallar en los violentos rojos que preceden al crepúsculo, y desde el oriente comenzará a florecer la noche.
martes, 8 de febrero de 2011
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