El desierto
lunar con sus luciérnagas en su negro terciopelo, las luminiscencias de las
constelaciones trazadas en el nimio pergamino con la prolija mano del fauno en
privilegio de perdidas bravuras, la vastedad translucida de un océano de hielo
milenario, las blasfemias escritas en el polvo, en la aun tibia ceniza
funeraria, en el vidrio ciego del ventanal empañado, signos, símbolos, imágenes
que han perdido su significado, intraducibles retruécanos de pordiosero. El
desquicio y la ponzoña allá en lo alto del índigo a la manera de augurios
siniestros, la evocación de las magnolias y las violetas escrita con vicioso
detalle en la bitácora del destierro. La efímera sensación de la decadencia, de
la palpación del alabastro abrumador y frío, la mansedumbre del testigo
despiadado, el sendero de los abrojos y el de los crisantemos, el murmullo del
agua con sus jaculatorias herejes, colapso, amargura o escarmiento. Bajo el vernáculo
aguacero de los quebrantos, andariego y autárquico, bufón de toda las reinas y
de todas las meretrices, devorador de los otoños y de la falacia de la
mandrágora, soberbio escarabajo del crepúsculo. La palabra marmolada y sin
clemencia con su misericordia de libélula o sus perjurios de albatros,
navegaciones en cristerías, en arrabales, en la turbiedad insana de los
albañales, en los preludios. La melancolía del incienso, del sándalo, del tungsteno,
de la intimidad de las medusas menguantes, de su alquimia y su vértigo y su
resonancia, entreverada en el púrpura del ocaso y en el jolgorio de las
madreperlas. La quietud del varadero de ultramar donde la brisa se venía de
ámbar y alelí, mientras el verano devoraba los amarantos dejando una
reverberancia de color carmesí y un aroma de mariposa. Todo va cuajando en un
ronroneo perverso, como un dibujo a carboncillo de siluetas deformadas en los
reflejos de la escarcha. En la luminosidad contenida del último farol, a la
vuelta de la esquina, hay una dulzura, una fugacidad, un rostro de soslayo y
unos ojos dormidos, inviolada comarca donde persiste una pequeñita vehemencia
de insecto o de pájaro. Una mujer dolorosa observa apoyada en el alféizar de un
altísimo ventanal como se ensombrece la tarde decimoquinta, pero su mirada nostálgica
está ya en un abril lejano buscando el día en que amanecerá distinto. Toma un
libro, lo hojea y lo deja, mira el mar, se entristece y eleva la mirada hacia
el vacío añil de su cielo, mira el río, se abruma de soledad y llora. Es todo.
viernes, 8 de febrero de 2013
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Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarahor tendre tiempo para leer con atencion todos sus escritos......ya le comentare....... saludos
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