Que sombríos días cuando la acción solo de
justifica por si misma, la realidad va perdiendo hora en hora su consistencia
concreta, sólida, predecible, y se convierte en una masa moldeable, en la que van
quedando marcados nuestros propios dedos, las uñas, las huellas dactilares. Las
cosas, los objetos que habitan nuestro entorno asumen una perspectiva distinta,
como si provinieran de otra dimensión y acá solo fueran meras aristas o bordes
de su volumen real, áridos vestigios de su textura verdadera que nada nos dicen
sino que aun y apenas existen, y nos da lo mismo si es una lámpara o una taza,
una rosa o un pájaro, todo persiste sin utilidad propia, sin una justificación
de su ser en el siniestro observador ya hastiado de una trivialidad mortal. Es
como una maldición bíblica que acude en esas extensas mañanas caminadas sin
rumbo por el desierto, se despliega por las grises arenas de las tardes, y
anochece en un crepúsculo tardío, sin arreboles ni siluetas cercanas. Lo que
nos importaba ahora es rutina, sin sabor a besos, sin sonido del viento en los
altos eucaliptos, sin aroma a pinos o a mar, sin ojos de mujer, y aunque no
retiremos del mundo para volvernos eremitas o lobos esteparios la vida se nos viene
una y otra vez encima como una marea incontenible, cíclica, y nos arrastra
aunque no lo queramos a los roqueríos de sus puercas miserias y entrabados tumultos.
El hoy de desgancha de la certeza sin frutos, sin semillas. Intentamos borrar
el pasado eliminando las palabras escritas, los vestigios de otros rostros, las
siluetas que ya perdieron su nitidez y que por estos soles se confunden
intercambiados de sitios, años u otoños, que recorren un mismo atardecer en
distintas calles de distintas ciudades pero a la misma hora, que no se
distinguen por lluvias o atardeceres si no por meros detalles de seguro
equivocados, pero lo acontecido siempre se queda titilando en ese rincón de
penumbras del sin olvido. El futuro es un túnel con una sola salida, cada vez
más cerca. Todos los duelos van en tu nombre, madre, en tus manos en la tierra
haciendo florecer las dalias, las azucenas y los nardos, en el ciruelo que
ensombraba los veranos y en el patio donde encendíamos el brasero en esos
inviernos, más lluviosos los de entonces, donde el día se iba apagando en la
calidez de los hijos y el padre siempre leyendo. Y es que a veces vago por los
días retorcido como una fiera enjaulada, lamiendo las heridas en el desasosiego
que siempre viene antes de las lluvias. Hoy lloverá acá sobre las desolaciones
y los mustios recuerdos, y me adentraré otra vez en las nostalgias, en lo
vivido y perdido, en los años de las penas ligeras, mientras sigue lloviendo en
el jardín de estas otras rosas, que no son las tuyas, madre. Vale.
viernes, 5 de julio de 2013
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Cúanta añoranza y cuánto amor encierra este texto. Bellísimo!
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