Un texto de Pedro Lemebel
“Podría escribir clarito, podría
escribir sin tantos recovecos, sin tanto remolino inútil. Podría escribir casi
telegráfico para la globa y para la homologación simétrica de las lenguas
arrodilladas al inglés. Nunca escribiré en inglés, con suerte digo go home.
Podría escribir novelas y novelones de historias precisas de silencios
simbólicos. Podría escribir en el silencio del tao con esa fastuosidad de la
letra precisa y guardarme los adjetivos bajo la lengua proscrita. Podría
escribir sin lengua, como un conductor de CNN, sin acento y sin sal. Pero tengo
la lengua salada y las vocales me cantan en vez de educar. Podría escribir para
educar, para entregar conocimiento, para que la babel de mi lengua aprenda a sentarse
sin decir palabra. Podría escribir con las piernas juntas, con las nalgas
apretadas, con un pujo sufi y una economía oriental del idioma. Podría mejorar
el idioma metiéndome en el orto mis metáforas corroídas, mis deseos malolientes
y mi desbaratada cabeza de mariluz o marisombra, sin sombrilla o con el
paraguas al revés, a todo sol para que la globa me haga mundial, exportable,
traducible hasta el arameo que me canta como un florido peo. Podría guardarme
la ira y la rabia emplumada de mis imágenes, la violencia devuelta a la
violencia y dormir tranquilo con mi novelería cursi. Pero no me llamo así, me
inventé un nombre con arrastre de tango maricueca, bolero rockerazo, o vedette
travestonga. Podría ser el cronista del high life y arrepentirme de mis temas
gruesos y escabrosos. Dejar a la chusma en la chusma y hacer arqueología en el
idioma hispanoparlante. Pero no vine a eso. Está lleno de cronistas con una
flor estilográfica en el ojal mezquino de la solapa. No vine a cantar ladies
and gentlemen; pero igual me canta, señora mía. No sé a lo que vine a este
concierto, pero llegué. Y me salió la letra como un estilete. Más bien sin
letra, como una prolongación de mi mano el gruñido la llora. Parecen gemidos de
hembra cobarde, dijeron por ahí los escritores del culebrón derechista. Llegué
a la escritura sin quererlo, iba para otro lado, quería ser cantora, trapecista
o una india pájara trinándole al ocaso. Pero la lengua se me enroscó de
impotencia y en vez de claridad o emoción letrada produje una jungla de ruidos.
No fui musiquera, ni le canté al oído de la trascendencia para que me recordara
a la diestra del paraíso neoliberal. Mi padre se preguntaba por qué a mí me
pagaban por escribir y a él nadie le remuneró ese esfuerzo. Aprendí a la
fuerza, aprendí de grande, como dice Paquita La del Barrio; la letra no me fue
fácil. Yo quería cantar y me daban palos ortográficos. Aprendí a arañazos la
onomatopeya, la diéresis, la melopea y la tetona ortografía. Pero olvidé todo
enseguida, me hacía mal tanta regla, tanto crucigrama del pensar escrito.
Aprendía por hambre, por necesidad, por laburo, de cafiola, pero comenzaba a
estar triste. Pude haber escrito como la gente y tener una letra preciosa,
clarita, clarita como el agua que corre por los ríos del sur. Pero la urbe me
hizo mal, la calle me maltrató, y el sexo con hache me escupió el esfínter.
Digo podría, pero sé bien que no pude, me faltó rigurosidad y me ganó la farra,
el embrujo sórdido del amor mentido. Y creí como una tonta, como una perra
lacia me dejé embaucar por alegorías barrocas y palabreríos que sonaban tan
relindos. Pudiste ser otro, me dijeron los maestros con sus babas mojándoles
los pelos de profetas. A pesar de todo aprendí, pero la tristeza caía sobre mí
como un manto culto. No fui cantor, les repito, pero la música fue el único
tecnicolor de mi biografía descompuesta”.
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