Dúctil y efímero,
con un aura de arconte esperando el colapso premonitorio de la bóveda fúnebre
donde duermen los huesos corroídos del último hoplita. Abstruso y a la vez arrabalero,
trashumante de atrios y patios, indagador con alevosía de patíbulo en el
bestiario nocturno, entre el granate de los labios pintados y la mórbida piel
de los escotes. Andariego siempre a barlovento, borroso y extraviado en el
boato y esplendor del aleteo de la palomas sobre una plaza ensangrentada, gárgola
silente en los albores del día, hiedra trepando el muro de un castillo
encantado entre la angustia del miedo a morir y la ansiedad del bohemio que no
encuentra la mañana. Atrapado en la ecuación del nacer, crecer, reproducirse y
morir, y en la reverberación de la tinta con que se escribió en el cristalino ámbar
del atardecer el desesperar de los años. Asustado del irrisorio aullido del
lobo desde la colina umbría donde surge el caudal del quebranto y el gorgojeo despiadado de la luna mansa y
menguante. Fue reflejado en los ojos del basilisco de escamas tornasoladas, enredado
en la dramaturgia andrógina del embrujo de la carne, en su bestialismo y su
espuma, en la erótica carencia de una piel o en crepitar de la leña de una
fogata acontecida en los rumbos del pago. Poseyó el desparpajo del crisantemo
en su amarillo incesante y su irreverencia de pecatriz voluptuosa en el
carcamal abrupto de la barranquera. Y en la larga calle de añosa arboleda y
pulidos adoquines vio el alelí de su infancia como un apóstol en la alborada
infinitesimal de esa su única epifanía en el borde de la blasfemia. Y tentó la ambigüedad
de la albahaca en su perfume y el retumbo inerte del canto perdido en la
oquedad de la piedra. En el apacible aciano de la azurita pudo intuir el terciopelo
de la misericordia, el duro pliegue de la amargura y la dulzura de la
incertidumbre en su esencia de torbellino o espejismo. Solía amainar las tormentas
de biblioteca con su antifaz de beduino, con su thawb desgarrado por las arenas
y su ábaco carcomido por los dedos avaros del prestamista, pero siempre
invisible como el verde metálico del escarabajo del romero o el rojizo marrón
moteado del gorgojo del garbanzo y del chícharo. Supo descifrar la impronta de
los chubascos en la tierra sedienta aun en sus atavíos otoñales, y en la
añoranza de la crisálida el descalabro de su estirpe de titiriteros y magos de
ferias. En su fin solo quedó el devaneo de sus párpados ante la iluminada
catedral en ruinas, esa querencia dilapidada por el delirio de un noctámbulo
que avanza ebrio por las callejuelas del pecado.
miércoles, 11 de julio de 2012
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