A Selmira, con todo el amor posible.
Eran ocho rectángulos delineados con piedras semienterradas como ocho lampalaguas asomando las ondulaciones de sus lomos en un denso río de tierra ancestral, de tierra enternecida por las manos campesinas de una jardinera diligente. Y en cada cuadro vivían sus sucesivas primaveras las flores que recorrieron la infancia con un fondo de polen y pétalos incrustados en prístinas memorias de días anchos y felices. Corso de alelíes y manzanillones, de dalias y zinnias, del orgullo casero de las azucenas de la Virgen de diciembre, de claveles y clavelinas, de rosas vibrantes que refulgían en los atardeceres con olor a tierra mojada, con los intensos aromas de los nardos y la voz ahora ausente de mi madre entre el ruido fresco del agua y un sereno crepúsculo que iba entrando en la noche florecido y eterno. Arriba el ciruelo encendido de flores contra oscuro terciopelo nocturno como un galeón de alto velamen entrando empopado en la bahía del grato silencio, con su proa cortando el mar verde oscuro con sus espumas blancas de las calas y arremolinando las olorosas noctilucas de los jacintos y los juncos. Y el recuerdo de jardín y soles es una acuarela fetichista con sus morados y blancos, sus amarillos, sus rojos atrevidos y las misteriosas variaciones del rosado, o los tonos apastelados que ostentaban ciertas corolas en el ardor desatado de los mediodias del estío bajo el vuelo dicharachero de tres especies de mariposas vestidas de blanquinegro, anaranjado fuerte y delicado gris plata, contra el rezongón zumbido de abejas y moscardones, y el chirrido inubicable de la invisible chicharra. Paraje de trepidantes e iluminados gladiolos, de humildes violetas pequeñitas y perfumadas que son una devoción y una pena, las alquimias silvestres de la menta, del toronjil cuyano, del ají verde y del cilantro, de clarines y estrellitas en miríadas, y las frutillas madurando su sabor a flor de tierra, a pleno verano. El geométrico archipiélago limitaba al oriente con al casa del ruido de la lluvia en el techo de zinc, al poniente con una reja de tejido romboidal donde quedaban atrapados los arreboles de cada atardecer, al norte con el perenne verdor brillante de las calas, y al sur con el acantilado alto y vertical de una pared de ladrillos habitada en sus grietas y oquedades por hurañas arañas. Su cielo era de un azul tan preciso que nunca se ha vuelto a repetir, y abajo, la tierra pura y maternal tenia la textura indescriptible de los sueños. Quizás para confirmar la imposibilidad de un retorno, no habían pájaros ni dragones ni unicornios, la fauna mayor se limitaba a escurridizas lagartijas celeste/verde/amarillas, y sus monstruos fueron apenas las mantis y aquellas arañas ermitañas. Los chanchitos de tierra habían aprendido desde antes a huir de las cacerías infantiles escondiéndose bajo las piedras. Porque aquel jardín poseía la certeza de la felicidad del niño, solitario terrateniente de ocho cuadros de verdes florecidos resguardados por ocho anacondas subterráneas, donde exploró las islas y los continentes, circunnavegó el globo en un balandro mágico y se extravío para siempre cada tarde de cada verano hasta que naufragó en la desolación del primer amor adolescente. Luego, demasiado pronto, se vinieron de bruces todos los años, con el tumulto y la fanfarria del tiempo, ese enemigo formidable, haciendo que detentar estos recuerdos sea poseer la feliz memoria del único paraíso perdido. Vale.
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