Vio el descalabro de las flores de violetas violentadas en la tierra mustia por los tormentos del otro azul liliáceo de la Vinca major, transitoria y rastrera, desencadenado a mitad de la exigua primavera. Olió el perfume pequeñito del mioporo que se desvanecía entre los tréboles verdes y las semillas brotadas de laurel y ortiga, entre el cañaveral atrapado de inciensos, de leguminosas, de ardientes membrillos. Tocó la corteza oscura y agrietada del palto moribundo que se alzaba como un esqueleto confuso sobre el verde naranjo, la verde ligustrina, y el verde y el amarillo pálido de la misma en su variedad variegada que se escondían ateridos bajo la ya seca madera. Escuchó el bullicio de gorriones y el ronroneo monótono, monocorde, de las tórtolas, los ruidos lejanos en las calles abandonadas a sus destinos y pasos, el rumor ensimismado de la brisa entre el follaje y los altos abanicos de la cincuentenaria palmera. Saboreó el agua que destilaban las hojas como cantaros rotos, el agua serena y nocturna que traía el duelo de estrellas y nieves desde las profundidades de la noche.
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