Observó el amplio salón con sus exuberantes pinturas de pálidas madonas y angelitos rosados con alas de cristal de Bohemia, los gobelinos con imágenes sacras embebidos de rojos y oros, las alfombras mullidas que borraban los pasos en sus arabescos y filigranas moriscas. Husmeó un perfume leve, casi imperceptible que permanecía aferrado al tapiz del sillón dorado donde decían los antiguos se había sentado la reina madre cuando era virgen y tocaba el clavecín esperando a su príncipe. Palpó el hierro sangriento de la espada del Cid y en ese roce sintió la vibración de las batallas y el griterío de almorávides, el tremor del galope del Campeador al frente de su mesnada yendo a besar la muerte en alfanjes y cimitarras de oscuros sarracenos, ahí en el degüello. Oyó el eco repetido por los rincones, los vidrios de las vitrinas y de los vitrales, los bronces de las estatuillas y las armaduras melladas, de las trompetas llamando al asalto sangriento, y también de los pífanos del retorno victorioso. Paladeó en el frío vaso de plata del califa Habbus ben Maksan el vino endulzado por los soles del "Vaso de plata lleno de esmeraldas y jacintos" escanciado por las manos alegres de la cortesana favorita, y reconoció su rostro muerto en el concho de sarro púrpura.
domingo, 26 de diciembre de 2010
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