Hay que despertar la poesía, despertarla con la voz de los geranios adormecidos o con el rumor incesante del oleaje en una playa pedregosa, acosarla en los callejones y los prostíbulos, en los puertos y en los sueños, buscarla con desesperación de naufrago, con ansias de amante secreto, de ultimo sobreviviente, de hambriento perro callejero. Hay que violentarla, asumirla como una cicatriz, disgregarla en verbos susurrados, en palabras distintas o iguales, hay que decretar su resurrección inminente, desangrarla a mordiscos de lobo, herirla, sajarla, desnudarla a contraluz, beberla hasta la ebriedad desaforada del canto y del desencanto. Hay que develar la poesía, desvelarla, indagar por sus dialectos, por sus quejidos de hembra impenitente y sus bramidos de macho malherido, hay que rescatar sus monólogos del laberinto del día a día, de la noche con su vuelo y su ausencia, convertirla en pan y en vino, en sal y en agua y también en cenizas. Hay que hundirse en el cenote nocturno de su útero virginal para renacer de ella a los esplendores de los soles venideros como un niño asustado. Hay que sentirla temblorosa, trémula, vacilante, como una madre dolorosa por nosotros sus hijos, habitantes de las sombras y de los arpegios cristalizados del dolor. Hay que romper la poesía, sacarla al viento, a la lluvia, exponerla al odio, al desengaño, a la pasión más perversa y al amor más sublime, hay que excavarla hasta encontrar sus cimientos, sus ruinas y sus estatuas descabezadas. Hay que destriparla con la furia hosca de los moribundos y la paciencia imperturbable de los inmortales. Hay que buscarla en los rincones y en los arcones, en la tibiezas mustias de los deseos cumplidos, en las miserias del desengaño, en las alegrías de un patio, de un bosque o de un beso en alguna primavera, en las memorias, las nostalgias y los olvidos, buscarla a oscuras, como un ciego palpando los bordes de lo desconocido. Hay que escribir la poesía como un rito, reescribirla como una ceremonia y releerla como una revelación o un éxtasis. Desbaratarla, desarmarla, desperdigarla en vocales, en silabas, en quejidos y gritos, y dejarla caer a mitad del plenilunio, deshojarla en los otoños, crucificarla en los inviernos, demonizarla en el Estío, del que estamos muertos, devorarla como una fruta sagrada, dulce y venenosa, hay que acecharla, seducirla, poseerla hasta el delirio porque hay que saciarse en ella para seguir viviendo. Vale.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
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