miércoles, 26 de mayo de 2010

EL VIAJERO INMOVIL

"Don Quijote es un usurpador que le birló el estrellato y el protagonismo a Alonso Quijano."

El Quijote y su laberinto vital. Francisco Alonso Fernández (*), 2005.


La historia oficial es mentirosa, sobre todo en lo que a él de refiere. Dicen sus archivos falaces que murió sereno y durmiendo, rodeado de su familia en la finca Los Abriles, allá por el alto Paraná. Fue el mismo día en que en un inolvidable atardecer extrañamente violeta se desató la plaga de mariposas que oscurecieron el cielo por tres días y las campanas de las iglesias tocaron a arrebato sin que nadie tirara de las cuerdas de los campanarios, así, solas, cada sesenta y nueve minutos, por los tres días. Lo veraz es que murió loco, amarrado a su lecho por su único hijo y gritando blasfemias a los cuatro vientos y llamando hidepu al Redentor y vejete mezquino al Creador. Lo cierto es que comenzó coleccionando mapas antiguos, para revivir en ellos, voyageur de cabinet, las navegaciones, naufragios y descubrimientos de lusitanos y españoles. Conoció los detalles de paisajes, mareas y nativos, recorrió bravamente las rutas de las especies, circunnavego tres veces el mundo en el Trinidad y las tres veces participó en su hundimiento ex profeso para que no lo tomaron los portugueses arranchados en las Molucas. Y todo sin moverse de su estudio de altísimos ventanales que daban a la quinta de árboles frutales donde los zorzales eran dueños y vigías. Pero el descubrimiento, la exploración y el conocimiento de tantos continentes nuevos hicieron que su asombro se le fuera anquilosando, osificando. Hubo días en que no encontró ni una sola pequeña maravillas entre las páginas de diarios de viajes de fábula y bitácoras de argonautas imposibles. Por ese entonces fue que decidió encerrarse en ese mismo estudio con víveres y trastos de viaje para cinco años, una antigua brújula del siglo XVIII y los cuatro volúmenes del “Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente” del Barón Alexander von Humboldt. Durante esos cinco años leyó, releyó y volvió a leer hasta el cansancio, (y la locura), los treinta folios con la vista de la Cordillera y monumentos de los pueblos indígenas de América, el examen crítico de la historia de la geografía del Nuevo Continente, el Atlas geográfico y físico del virreinato de la Nueva España, el ensayo político del mismo virreinato y otro sobre la geografía de las plantas, y la narración inconclusa de sus viajes que incluía otro ensayo político sobre la isla de Cuba, y todas estas vainas con sus anexos, tablas, imágenes y comentarios al margen. Así recorrió diez mil kilómetros, partiendo de Cumaná y Caracas, en el Alto Orinoco visitó La Esmeralda y el río Casiquiare, pasó por Santafé de Bogotá, remontó el río grande de la Magdalena y ascendió por los senderos de los Andes camino a Quito, recorriendo la Nueva España de hocico a rabo. En fin, anduvo por Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y México, y alcanzó a visitar Cuba y Estados Unidos antes de regresar a la Europa de donde no había partido. Y por eso, en llegando al viejo continente fue que su razón se extravió por el delirio del hambre pues hacia ocho días que se le habían terminado sus vituallas, y había estado comiendo el papel del primer tomo del “Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente” del Barón Alexander von Humboldt y las semillas de una maraca venezolana que estaba hecha de una calabaza de totumo (ii). Cuando descerrajaron la puerta después de una semana en que la familia no escuchó ningún ruido de vida en el estudio lo encontraron sentado en el piso, en un rincón, gritando que le bajaran el equipaje con cuidado para que no le arruinaran los herbarios que con tanta ciencia y paciencia había recolectado en su viaje por las regiones equinocciales. Vale.


(i) Neurólogo, catedrático de la Universidad Complutense y miembro de la Academia Nacional de Medicina de las Españas.


(ii) Cresentia cujete Linnaeus.


Nota.- El autor agradece a Jorge Luis Borges, a Gabriel García Márquez y a Francisco Antonio Ruiz Caballero sus aportes inevitables.



jueves, 20 de mayo de 2010

DELIRIO ZODIACAL



“Se puede esperar, con un grado de probabilidad bastante alto, que cierta situación psicológica bien definida venga acompañada por una configuración astrológica análoga.”

Carl G. Jung


Es sabido que en los escarpados territorios del ecuador marciano, entre las sombras de los antiguos bosques de esbeltas araucarias, delicados dragones de amatista acechan, cazan y se alimentan de los mansos carneros de cornalina que ramonean las hojas de las lilas. Se mueven sigilosos por un suelo carmín cubierto de margaritas silvestres, de tulipanes y amapolas. Degollan los carneros de una sola mordida, y les abren el tórax para comerse sus bofes antes que coagule la roja sangre. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de granates incandescentes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a Madreselva. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de hierro incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna escarlata que comienza a asomar por los lejanos montes marcianos, y que los convierte en congelados dragones de rubí. Al alba, bajo los carmines, rojos y escarlatas del amanecer, los cristales de dragón vuelven de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los apacibles carneros de piedra de Sadoine. En cambio en los húmedos territorios del sur Venusiano, entre las sombras de los antiguos y altos robledales, delgadísimas serpientes de calcedonia acechan, cazan y se alimentan de los nobles toros de peridoto que ramonean humillando las hojas de los lirios. Reptan sigilosas por un suelo carmín cubierto de margaritas silvestres, de tulipanes y de amapolas. Matan los toros envenenándolos en la primera mordida, y se introducen por sus hocicos hasta el estomago para succionar sus hígados antes que coagule su bilis amarillenta. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de coral brillante que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a almendra amarga. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de cobre incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna naranja que comienza a asomar por los lejanos montes venusianos, y que los convierte en congeladas sierpes de ópalo. Al alba, bajo los ocres, verdes y amarillos del amanecer, los cristales de serpiente vuelven de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los apacibles toros de cristobalita y tridimita. Mientras en los delirantes territorios mercuriales, entre las sombras de los calcinados bosques de florecidos magnolios, dos dioses mielgos de topacio acechan, cazan y se alimentan de los salvajes caballos que mordisquean las hojas de las rosas. Se arrastran furtivos por un suelo azul cubierto de violetas, de madreselvas y lirios del valle. Degollan los caballos de un solo tajo, y les abren el tórax para comerse sus corazones antes que coagule la densa sangre anaranjada. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de berilos incesantes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a benjuí. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de mercurio incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna amarilla que comienza a asomar por los lejanos montes mercuriales, y que los convierte en congeladas estatuas de ágata. Al alba, bajo los azules, amarillos y anaranjados del amanecer, los cristales de estatuas vuelven de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los pifiantes caballos de ojos de tigre. Aunque en los soleados territorios del meridiano lunar, entre las sombras de los antiguos bosques de estilizados álamos, hambrientas cabras de aguamarina acechan, cazan y se alimentan de los escurridizos cangrejos de selenita que pizcan las hojas de los lotos de las orillas. Se desplazan indiferentes por un suelo plateado cubierto de rosas, de lirios y lilas. Quiebran los cangrejos de una sola mascada, y les abren el tórax para comerse sus branquias antes que coagule la sangre azul. Después, saciada el hambre, recorren husmeando los túmulos de esmeraldas verdemar que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a sándalo. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de plata incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna plateada que comienza a asomar por los lejanos montes lunares, y que las convierte en congeladas cabras de esmeralda. Al alba, bajo los azules, castaño rojizo y plateado del amanecer, los cristales de cabra vuelven de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los escurridizos cangrejos de yeso. Y más acá, en los ardientes territorios del septentrión solar, entre las sombras de los de los serenos bosques de carbonizados abetos, hambrientos leones de ámbar acechan, cazan y se alimentan de los lúdicos monos de criolita que mastican insomnes las hojas de los alelíes. Se mueven cautelosos por un suelo diamantino cubierto de rosas silvestres, de dalias y amapolas. Desmiembran los monos de un solo zarpazo, y les abren el tórax para engullir sus pequeños pulmones antes que coagule la dorada sangre. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de granates incandescentes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a bergamota. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de oro incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna anaranjada que comienza a asomar por los lejanos montes solares, y que los convierte en congelados leones de diamante amarillo. Al alba, bajo los anaranjados, rojos y dorados del amanecer, los cristales de león vuelven de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los juguetones monos de hexafluoroaluminato. Y más lejos, en los polvorientos territorios del trópico terrestre, entre las sombras de los antiguos bosques de vetustos pinos, iridiscentes gallos de ágata verde acechan, cazan y se alimentan de las vírgenes de jacinto que juegan entre los jazmines y las acacias. Se mueven sigilosos por un suelo carmín cubierto de margaritas silvestres, de tulipanes y amapolas. Asesinan las vírgenes carneros de un sol picotón, y les abren el tórax para comerse sus delicadas pleuras antes que coagule la roja sangre. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de granates incandescentes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a benjuí. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de azogue incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna amarilla que comienza a asomar por los lejanos montes terrestres, y que los convierte en congelados gallos de verdeante ágata. Al alba, bajo los ocres, anaranjados y amarillo del amanecer, los cristales de gallo despiertan de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los alegres vírgenes de eshem. Y más cerca, en los diáfanos territorios de los hemisferios venusianos, entre las sombras de los añosos bosques de chopos, feroces perros de coral acechan, cazan y se alimentan de las etéreas libélulas de crisolito que sobrevuelan los narciso y las violetas. Se agazapan sigilosos en un suelo carmín cubierto de margaritas silvestres, de tulipanes y amapolas. Atrapan las libélulas de un sol mordisco, y les rompen el tórax para olisquear sus alas cristalinas antes que coagule la azul linfa. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de granates incandescentes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a vainilla. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de cobre incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna verde jade que comienza a asomar por los lejanos montes venusianos, y que los convierte en congelados canes de ópalo. Al alba, bajo los azules y verdes jade del amanecer, los cristales de perro vuelven de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de las gráciles libélulas de amianto blanco. Y más allá, en los intrincados territorios del ecuador plutoniano, entre las sombras de los antiguos bosques de cimbreantes sauces, venenosos escorpiones de amatista acechan, cazan y se alimentan de los embarrados cerdos de hematíe que ramonean las hojas de los claveles y tulipanes. Se deslizan sigilosos por un suelo carmín cubierto de margaritas silvestres, de tulipanes y amapolas. Matan los carneros de un solo pinchazo, y se introducen en el tórax para comerse sus solomillos antes que coagule la roja sangre. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de granates incandescentes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a sándalo. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de radio incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna rojo violácea que comienza a asomar por los lejanos montes plutonianos, y que los convierte en congelados alacranes de malaquita. Al alba, bajo los rojos violáceos del amanecer, los cristales de escorpión vuelven de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los inmundos verracos de hematita. Y más arriba, en los inconmensurables territorios de las planicies jovianas, entre las sombras de los antiguos bosques de olorosos enebros, asquerosas ratas de turquesa acechan, cazan y se alimentan de los ingenuos centauros de rubí que ramonean las hojas de los gladiolos. Se escurren sigilosas por un suelo carmín cubierto de margaritas silvestres, de tulipanes y amapolas. Atacan en miríadas a los carneros como una sola bestia rabiosa, y les abren el tórax para comerse sus pulmones antes que coagule la roja sangre. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de granates incandescentes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a mirra. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de estaño incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna azul que comienza a asomar por los lejanos montes jovianos, y que los convierte en congeladas ratas de lapislázuli. Al alba, bajo los azules más o menos oscuros del amanecer, los cristales de rata despiertan de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los torpes quirones de corindón. Y más abajo, en los iluminados territorios del ecuador saturniano, entre las sombras de los antiguos bosques esféricos de pequeños bojes, somnolientos bueyes de ónix negro acechan, cazan y se alimentan de las delirantes cabras de obsidiana que ramonean las hojas de las cimbalarias. Se desplazan sigilosos por un suelo carmín cubierto de margaritas silvestres, de tulipanes y amapolas. Desnucan las cabras de una sola corneada, y les abren el tórax para comerse sus corazones antes que coagule la roja sangre. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de granates incandescentes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a madreselva. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de plomo incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna índigo que comienza a asomar por los lejanos montes saturnianos, y que los convierte en congelados boyazos de jade rosa. Al alba, bajo los negros e índigos del amanecer, los cristales de cabestros tornan de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de las alucinantes cabras de vidrio volcánico. A la vez que en los inundados territorios del polo meridional uraniano, entre las sombras de los antiguos bosques de altos y tristes cipreses, delicados tigres de zafiro azul acechan, cazan y se alimentan de los dulces manatíes de circón que ramonean las hojas de las dalias. Se deslizan sigilosos por un suelo carmín cubierto de margaritas silvestres, de tulipanes y amapolas. Ultiman los manatíes de un solo zarpazo, y les abren el tórax para comerse sus tenues aortas antes que coagule la roja sangre. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de granates incandescentes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a azalea. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de plomo incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna gris que comienza a asomar por los lejanos montes uranianos, y que los convierte en congelados tigres de amatista violeta. Al alba, bajo los azules eléctricos y marinos del amanecer, los cristales de tigre despiertan de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los lentos manatíes de zircón. Y por último también es fama que en los imponentes territorios del trópico neptuniano, entre las sombras de los antiguos bosques de altísimas hayas, escurridizos conejos de turquesa acechan, cazan y se alimentan de los saltarines peces de crisolita que ramonean en las orillas las hojas del lirio de agua. Se escurren sigilosos por un suelo carmín cubierto de margaritas silvestres, de tulipanes y amapolas. Matan los peces de una sola dentellada, y les abren el tórax para comerse sus agallas antes que coagule la roja sangre. Después, saciada el hambre, recorren husmeándolos los túmulos de granates incandescentes que afloran como grandes termiteros catedrales de Macrotermes bellicosus, olorosos a flor de loto. En ellos lamen con fruición las sales en las vetas de estaño incrustadas en la arcilla mezclada con saliva, tierra y excrementos, y beben las aguas mustias que exudan los barrocos montículos. Lamen y beben hasta que los ilumina la luna verde bar que comienza a asomar por los lejanos montes neptunianos, y que los convierte en congelados gazapos de coral. Al alba, bajo el azul verdoso del amanecer, los cristales de conejo despiertan de su breve dormancia y retoman el acecho y la caza de los plateados peces de Crisópalo. Vale.