“Fue en ese sentido un crepúsculo que
confundimos con un amanecer.” Nombre propio. Rafael Gumucio
La santa noche se desgrana en sus azules
furiosos, diamantes constelados en un negro terciopelo, falsos cristales maclados
que estallan en delicados fulgores y un coro de falsetes irrisorios y una
música veleidosa de violines escarchados, a lo lejos adentro incrustado un
arabesco de ángeles marchitos envueltos en la bruma de un cielo vacío destella
como falsas estrellas desperdigadas en sus metales desesperados. Es en la
vastedad del nocturno donde se vierte una oscuridad de púrpuras solemnes (como
el poco de mañana que se va definiendo en los últimos estertores de crepúsculo)
y túneles furiosos que habitan las ciegas serpientes que reptan la madrugada en
un oscuro de boca de lobo o de ojos de obsidiana de los dioses de mentira. Nunca
se abrían las cortinas opacas: evitaban las ortogonales negras de los árboles
de invierno, idénticos a lo largo de la avenida, la llovizna puntual del
mediodía, y sobre todo ese gris metálico y unido del cielo, que anunciaba en
las islas lejanas tiempo de ciclón (i). Es como un alba de arenas
donde desembocan todos los ríos posibles y desaguan sus turbulencias de
irisados astros parpadeantes, vidrios de impetradas transparencias,
chisporroteos inútiles ante un sol flamígero que asoma en su solsticio vencido
y desgarrado. La noche del infierno es de hielos púrpuras tachonada de cálidas perlas
de misteriosos orientes y luminosas ágatas con sus ponientes de ocres
iridiscentes donde espejean peces espurios y algas de un tenue conchevino, la
copa rebalsa en los silencios, en la macumba de oscuros dioses encarcelados que
beben un brebaje de semillas de mandrágora y capullos de orugas muertas, y
comen un hervido con las vísceras de un unicornio degollado con un cuchillo de
madreperla mientras baila el hembraje exhibiendo los pálidos mármoles de sus
muslos virginales entre sedas negras y tules transparentes, danzan frenéticas y
desvergonzadas por que allí ya no hay esperanzas. Descendía de la estatua,
morbo de sus escaras, la intolerable amenaza de una muda eternidad de cal, de
mondos huesos, de lirondos huesos dispersos en un desierto de ceniza, de agria
leche fósil, bajo un cielo que negreara de puro sol, sin otro ruido en el
espacio que el freír de su luz (ii). Es en el desborde de amarillos girasoles,
en los arcángeles y los celacantos, en los vidrios biselados de sus ojos, en
los cuarzos, en los suspiros, en el silencio de lentas goteras que dejan las
lluvias donde la noche de las babosas y las aguas malas, de las fieras de
cristal sobre la mesita de centro, se desangra en odios de juguete y alegrías
de fanfarrias callejeras. Amanecen lentos fuegos y demonios espejeantes por el
frío portalón de día.
(i) La Simulación. Severo Sarduy, 1982.
(ii) El gran Burundún-Burundá ha muerto.
Jorge Zalamea, 1952.