viernes, 27 de junio de 2014

OSAMENTAS


“Todo apunta al desvarío, todo empuja al abismo y a la zanja.”
Testamento de tus ojos. En ‘Huesos de mi último árbol’, Mireya Zúñiga Noemí, 2012.

Se abren las hiedras en su vigilancia de muro nocturno, en su violencia de diluvio prehistórico sobre las piedras canteadas por la luna. Un rezongo de cañas allá por el bajo cabalga la negrura perfumada de las rosas mustias y los lejanos cardúmenes que cruzan fugaces espadas de plata la bajamar del horizonte insomne. Las siluetas llevan antorchas iluminadas y perros vagos siguiéndolas en su hilera de fuegos por la noche, en su fervor funerario, en su desolación embancada en la eternidad de las arenas. Las siemprevivas estallan sus colores de rojos oscuros y amarillos soleados, sus blancos genuinos y sus rosados imperceptibles, hilando la lana verdiazul de los sahumerios que socavan las honduras de sombra de los altos pastizales. Lo demás va decantando bien avanza el nocturno, la serena consistencia de los árboles, el espejo de agua que ya no refleja las iridiscencias de las libélulas, los crujidos de la sal de roca en sus empegos, el último naufrago asediado por las sirenas. Ilimitadas variantes del espanto intentan fragmentar la opacidad sigilosa de los acantilados, el misterioso deambular de los celacantos, las cárcavas que dejo la lluvia, descifrar los mapas trazados en el rojizo ocre nostálgico de las hojas del otoño vencido, consignar la profundidad esencial de los charcos que no reflejan las lunas. Es inútil, el idioma de los musgos y las dalias se ha perdido para siempre, como la tierra aquella prometida y el florido paraíso de gladiolos y el magnolio. Retumban los tambores del destierro en los púrpuras y los mármoles desvastados por las veleidades de un ayer que no ocurre y la tortuosa vigencia de un mañana inesperado, en esa caótica sucesión un vaho de premoniciones inunda la madrugada que viene en su garúa impenitente. Las quietas anclas corroídas que duermen abandonadas en los muelles abandonados declaran en sus herrumbres los precisos testimonios de lo irrecuperable, la siniestra intangibilidad del todo, la errada devoción por lo perpetuo, la impermanencia que degrada toda palabra, todo pensamiento, toda obra, hasta su disolución en la nada, también la ilusoria existencia de los pájaros y los estambres. Alguien sucede en los congelados abalorios de las consteladas estrellas, abre los brazos abarcando el universo desatado, la mínima incerteza de la tierra humilde en sus pastos y la majestuosa certidumbre de volver a ser polvo hasta el final de los tiempos, cuando su arcilla encuentre las concavidades de la muerte. Amanece.


sábado, 21 de junio de 2014

DETENTO UN NOMBRE


Ya ves que va la luna en su menguante amenazado, y las calles están llenas de escombros, y el atardecer no derrama sus perennes arreboles. Que crece el mugo devorando las ruinas de los templos, que la bruma de los insomnios acontece en las esquinas de los faroles apagados, que un salto de agua violeta perfora los asfaltos percolados en sus arenas iniciales. La noche se dramatiza en esta boca de invierno, discurre o difumina, se encasta derrotada aun solemne y arcaica en sus vetustas estribaciones, crea dípticos o trilogías, reinventa sagas y secuelas, describe con minuciosa inutilidad universos cerrados y caóticos, mistifica las pasiones y desarraiga los mitos de amor enternecido. Algunos objetos, un alambique y una clepsidra, la bitácora del exilio y la tenue luminosidad a barlovento, el púrpura de unas serranías o las comarcas de los aguaceros, buscan sin lograrlo incrustarse en la memoria demasiado cansada. Se distrae el nocturno ensimismado, se perciben ajenas lontananzas, un indigno fervor se declara nacarado como una medusa de terciopelo en sus arcanas luminiscencias, un sabor a antiguas aguardientes desata la memoria de un brasero allá en la infancia de las dalias y el ciruelo. La conciencia de un tiempo perpetuo, de incansable repetición y libre de las devastaciones del olvido concurre entre escarchas y crisálidas en el rasgado crepúsculo que se enceguece en su propia pesadumbre. Ya ves que va la luna atrasada en su creciente enturbiada por las aves y los pordioseros, que en sórdidas evocaciones de vierte luz pálida mortuoria sobre las troqueladas silueta de los árboles dormidos. Un preludio de nostalgias amenaza con quedarse en su murmullo melancólico como un canto triste de amor pagano o como un conjuro o una blasfemia que se desgrana arrastrada por el oleaje de una playa pedregosa. Los afectos decantan en los reflejos invisibles escondidos en los azogues, en las semillas de desquicios y unívocas contumacias, soterrados quebrantos que habitan en los estremecimientos que nos agreden cuando nos miramos temerosos en las lunas de los  espejos. Yo bosquejo un nombre con las minucias de su desaparición inminente, y por lo mismo provocadora e invocante en su vertiginosidad desafiante, pero su brevedad innombrable se me oculta detrás de las estatuas, bajo los escaños anochecidos, en el reflejo lunar del estanque de los peces silenciosos, en el zureo nocturno de las palomas, en los jardines de rosales y magnolias. La nombro y es como una liberación absoluta, de una poesía profunda, extrema y hermosa, como si alcanzara una revelación sublime, más allá de las metáforas y de las imágenes.

jueves, 12 de junio de 2014

BREVERIAS DE TANGO Y AUSENCIAS


La noche que se envicia en sus propios brocatos, las caobas relucientes, los bronces pulidos, el tango que se desgaja en los cristales, en las copas de champaña y en el vaso de whisky a medio beber, en las lámparas y en los ventanales que dan a la lluvia, hasta en el tabaco dulce que viene con la muerte trasteando por el Buenos Aires costanera por el río ancho, el mar de fondo y viceversa, ciudad que no veré sino en sus palabras visitantes y en el recuerdo tanguero de mi padre que tampoco la vió nunca en sus esplendores de firuletes y guapos en las esquinas de la noche. Las callecitas empedradas de nostalgias se van difuminando en una tristona sinuosidad de bandoneón, mientras llueve sobre los hinojos y los techos de las curtiembres, también sobre últimas rosas del jardín, llueve en los reflejos de los pozas recién llovidas con la cadencia de un otoño desgatado que se rinde a las ventoleras del invierno bienvenido porque vendrá a recrear el tiempo de los húmedos caracoles y de la lluvia repiqueteando en el techo de zinc. Y la melancolía va confundiendo los aromas de tanguería con el de la tierra mojada, y el olvido recupera la imagen de un amor aciago que no alcanzó a cristalizar en la penumbra infiel de los que se encontraron a destiempo. Yo dejé que sus ojos me abrumaran de insistencias, dejé que su boca me mordiera de silencios la brevedad de su paso canyenguero, dejé que me disolviera en el hastío feroz de esperarla en otra piel que no fue la suya. Pero volveré a pensarla ahora que llueve hasta romperla otra vez con mis ternuras en esa locura confusa que florece entre la mustia vanidad de ser el otro en su perfil pensativo y en el delicado rosado nacarado de sus uñas bien pintadas. Ella se dejó arrastrar por mi oleaje a las tórridas arenas de una playa prohibida, dejó incitadas las semillas para que brotaran lluviosos en altas floraciones y dejó esas brasas ciegas bajo la delgada capa de cenizas del tiempo que me queman cada vez que las remuevo, me ocultó en su perfecta memoria, alejado del tumulto pero cautivo en la fiera nostalgia de nuestro ayer para que quizá un día o una noche, de tanto en tanto, nos encontremos en el mismo sueño, y eso no sea pecado sino una feliz coincidencia. Llueve como tangueando sobre los malvones podados sin una queja y también sobre la magnolia que ya mojó la luna, con la misteriosa certidumbre de que un día iremos a escribir nuestra propia leyenda en los charcos del barrio donde nunca vivimos y dejar esas mismas callecitas anegadas de nosotros allá por las oscuras honduras de los espejos de la lluvia.

Nota.- Estos textos fueron surgiendo como antiguos pergaminos censurados de nombres y huellas, no de sus intensos fervores, bajo el irreverente bandoneón del “Adiós Nonino” de Astor Pantaleón Piazzolla, que nunca convenció a mi padre.


lunes, 2 de junio de 2014

LA DONCELLA EXTRAVIADA


Dio cariño, amor y fervor en un juego enfermizo que no le hacia falta pues poseía el amor, el sexo, la vida misma. Entre las magias sin pecados concebidas faltaron miradas, sobraron silencios, no bastó el solo respirar y las manos apretadas. Prendada de una voz y de imaginada tibieza. Desarmada, envenenadas y vencida. Un encuentro fresco de dulces desatinos, a cuerpos vivos en dicha y aventura, caracoles, lagartijas y colibríes dorados, y un despertar sin nada. Propios verbos de la celda rosa y verde sublimada, de jardines en los sueños, de girasoles maduros y de duendes mirones. Conoció sus límites, la inutilidad del verbo, la complejidad de sus íntimas estructuras, lo ex profeso, y de pronto vislumbró el vicio. Inspiró cantos de encantos y desencantos antes, durante y después del paso arrasador de una siempre efímera sombra. Se detuvo ante el asombro del aterrorizante celacanto, grandioso, majestuosamente egocéntrico, cruel e impiadoso que la petrificó como sirena atrapada. Aceptó en silencio la lapidaria carta escrita al galope desde el sendero de la huida. Detrás de los velos de humo no alcanzó a dar otras señales. Fue entonces una polizonte silenciosa en un barco extraviado, compartiendo el naufragio, la pérdida, la soledad cristalizada contra un alto muro sin ventanas. En muy pocos días generó una conexión muy intensa, innegable, de almas antiguas que vuelven a encontrarse, pero era una obviedad también que ya no tenían posibilidad de sobrevivir al naufragio, habían insoslayables diferencias agazapadas en los fangos originales. No podía quebrar sus límites ni la bestia dejar de ser bestia. Eran imposibilidades. Fue el demonio de sus últimos e inesperados insomnios. Hubo viajes y regresos de un maldito perro apestoso que supo desde el primer mordisco baboso que en su sangre estaba el don de un barroco intangible y quiso enviciarla en ese afán corrupto y secreto, y también en otros vicios terrenales porque conjeturó en su alma primitiva la intensidad de otras pasiones más oscuras. Y no fue así. Pero siguió buscándola en los sueños, ahora con más timidez, más recato, menos pasión y sin esas pequeñas perversiones colaterales, sin tocarla ni hablarle para no hacer volar la delicada libélula que la habita, solo para seguir sus huellas, para oler clandestino en su cercanía sus perfumes, de sándalo y benjuí, para no naufragar, otra vez, y hundirse en las desesperaciones de sus sutiles juegos de evanescentes coqueteos y para no volver a ser el demonio de sus últimos e inesperados insomnios. Para no ser, una y otra vez, en ella.