jueves, 23 de julio de 2009
LA ULTIMA DE LA TARDE EN LA BASILICA DE LA MACARENA
Que se viene el grande astado por la calle de Bécquer, jijón algo bragado, astifino, cornigacho, acaramelado y con el pitón derecho astillado. Es un toro cuajado y engatillado que cruza boyante la gran reja de forja de la Basílica de María Santísima de la Esperanza Macarena. Adentro, en la capilla de Nuestro Padre Jesús de la Sentencia el diestro ha terminado de vestirse de luces. Negra la montera, rizada y abundante en terciopelo. La chaquetilla es verde botella con alamares de oro, de las hombreras cuelgan los machos tambien dorados, la taleguilla del mismo verde, las medias rosa, el corbatín negro, y alba la camisa adornada con chorreras y botones de filigrana. Toma el capote y sale a la nave, y sin paseillo va a esperar a la bestia al pie del altar mayor. Desde arriba la imagen de candelero de la Macarena Virgen lo mira con sus ojazos negros envuelta en la pureza de su saya blanca y la esperanza del manto verde, con la belleza asimétrica de sus sagrados rasgos faciales: diferente curvatura de las cejas, distinta elevación de las alteas nasales, mejillas desiguales con diferente cantidad de lágrimas y distintas direcciones de las comisuras de los labios. Entra el tauro pifiante sin el debido respeto, con sus pezuñas casi resbalando en las pulimentadas baldosas. Mira furioso al toreador que lo espera imperturbable a porta gayola, embiste y se vuelve, una verónica, una gaonera y para terminar una chicuelina le bastan al toro que se queda quieto acezando cerca del cancel. No habrá puyazos en suerte de varas ni escurridizas traiciones de banderilleros bajo la bóveda de cañón, ni griterío de público taurino en las tribunas con arcadas con zócalo de mármol rojo. Sale a los medios el maestro a seguir la lidia toreándolo por los dos pitones. Y con torería, en una perfecta faena de muleta compone un rosario de muletazos bien ligados y rematados de toreo natural y contrario. Es que el encaste del toro regala embiste y reclama toreo. Con arte y maravillas templa y encauza el diestro las embestidas del miura. Los observan con fijeza el Cristo que recibe la sentencia de muerte, Poncio Pilatos sentado lavándose las manos en una palangana sostenida por un sirviente negro, Claudia Prócula implorando clemencia, un judío leyendo la sentencia, dos sanedristas y tres soldados romanos. Viene la suerte suprema, el matador cambia el mero aluminio por el mortal acero, alguien va a morir y ha de ser el toro, pero también puede ser el torero. Ya con los trastos de matar, el diestro se vuelve hacia la Macarena y le brinda la muerte que viene. Arroja la montera por encima del hombro sin saber que cae boca arriba. Sabe bien su oficio, la suerte ha de ser rápida y bien ejecutada. Atrae a breves capotazos a la bestia y la iguala, baja en la mano izquierda el engaño pero el toro apenas humilla, valiente se perfila con el estoque de matar en alto agazapado, brillando la muerte en su extremo, y se va hacia el toro, que le espera con sus dos cuernos encendidos. Pero cuando el espada se lanza al embroque, sus ojos toreros solo ven el estoque buscando que la estocada encuentre el hoyo de las agujas, descuidando en el volapié el resto de su cuerpo, que encuentra la honda herida en el pitón derecho, el astillado, del toro. La cornada inguinal le rompe la vena safena y la arteria iliaca, cae el matador no en soleada arena sino en frías baldosas cristianas. Nadie acude en auxilio, la basílica esta vacía. Se va como adormeciendo el toreador, y al poquito rato ya ha muerto. El toro pezuñea y sale a la calle de Bécquer llevando todavía en lo alto el pinchazo hondo del maestro. En la hora de la verdad solo compartieron la sangrienta fiesta, silenciosas pilastras de premonitorio mármol rojo. Nadie sabe que escondido en el rincón que da hacia el presbiterio, Francisquito mira extasiado la sangre color de oro viejo que corre como un dorado hilo de seda hasta los pies benditos de la Macarena, y ahí se empoza “justo al lado de la Virgen, justo debajo de sus enaguas”, mientras ella llora al diestro con sus cinco lagrimas cristalizadas.
ESPELEOLOGIA LOMBRICARIA
Bajo grutas, cavernas de agua
Llenas de monos
Underground, Barak Obama, 1981.
Inquietas lombrices excavan enmarañadas galerías en el suelo, mientras avanzan van ingiriendo las partículas de tierra y minúsculos restos orgánicos, hambrientas, fertilizantes, obsesionadas en sus túneles claustrofóbicos. Cavan desmesuradas distancias y profundidades aleatorias hasta caer siguiendo el curso extraños atractores en húmedas grutas kársticas. Insobornables lombrices, finitas como hilos de pálido rojo sangran atravesadas por cristalinas agujas de atacamita. Esos filosos cuchillos escondidos en conchas de crisocola, que en ellas consuman sus verdores evanescentes que duermen congelados en breves ríos concéntricos. Otras armas misteriosas y mortales tatuadas en junglas pétreas, yacen a la espera de vermiculares victimas cavernícolas, lanzas aprisionadas en geodas de cuarzos transparentes, puñales de cristales aciculares de yeso, de estibina, de rutilo, de asbesto, creados en los caldos ardientes de los insondables magmas subterráneos. Lánguidas lombrices se mimetizan con las flautas de travertino intentando evitar ser atrapadas en las sangrientas fauces del cinabrio de arcaicas impregnaciones, o en las monoclínicas garras arsenicales que habitan en el oropimente que enmascara los furiosos perros de oligisto, y mueren convertidas en hebras, hilachas, filamentos de metales entumecidos, fríos, rígidos, como bronces muertos, quietos, petrificados en insólitas posturas funerarias, abrumados de chispas de pirita y de aterciopeladas covelinas virulentas. En las inmensas y vacías catedrales calcáreas una danza de brillos, de reflejos, de destellos hieren las delgadas carnes, los espejos mineralógicos rompen la luz infiltrada en los íntimos prismas de sus cristalografías imposibles iluminando con los siete colores del arcoiris las lombrices, que aun lánguidas, insobornables, inquietas alcanzan a acoplarse en un ovillo hermafrodita de carne desesperada. Pero ya las ronda la muerte, y ese paroxismo sexual las arrastra contra las dagas y las adargas que aguardan letales en las líticas oquedades de la caverna. Después hay sangres rojas y anaranjadas, pestíferos fluidos verdes y azules, densas linfas amarillas o violetas, y un extraño liquido color índigo que fluye exfoliando los indefensos feldespatos. Aguas ácidas que penetran por las laberínticas galerías de las lombrices carcomen la lúgubre caliza, construyendo con milenaria paciencia blancas estalagmitas, como horripilantes estatuas botroidales, sobre los filiformes cadáveres cristalizados.