lunes, 31 de enero de 2011

NOCTURNO CALLEJERO


"La noche sugiere, no enseña. La noche nos encuentra y nos sorprende por su extrañeza; ella libera en nosotros las fuerzas que, durante el día, son dominadas por la razón..." Brassaï. (*)
La ciudad adoquinada en sus escondidas callejuelas y retorcidos callejones por la piedra pura canteada en el borde de la majestuosa cordillera volcánica. En las esquinas de penumbras ávidas perfumadas meretrices yacen en la blasfemia de sus boquitas pintadas y el espanto de sus cuerpos descarados. Desde el empedrado nace un cañaveral hirsuto de pecados, de ignominias, de voces ásperas y gestos procaces, de caricias insinuantes y de regateos humillantes, de orgullos de reina que se vende al mejor oro y altiveces de campeador orgulloso de su oro. La noche está cuajada, tumultuosa, con luces, cantos, risas, con el escozor del licor definiendo el idioma, el dialecto, el lenguaje en la desinencia de las palabras que venden y compran, oros y cuerpos de por medio. Fulgidos salones entretejidos de opacidades olorosas a coñac, a tabaco, a piel sudorosa en el benjuí, a rimel de pestañas que aletean con la fúnebre coquetería de negras mariposas anoréxicas. Atrás, en los cuartos clandestinos los lechos poseen la densa gravitación de deseos impúdicos mezclados con una humedad corporal que arremete y transgrede, ya sea entre las sabanas miasmáticas o en el azogue del espejo voyerista que hace de cielo sin astronomías estelares ni pájaros estridentes. Se atraviesa la medianoche como el eje de una hipérbola, se repiten los guiños faroleros, se duplican las hetairas, las esquinas son las mismas y el sabor del aguardiente se quiebra en los hocicos de los perros asintóticos. El alcohol pulsando los entresijos de perversos ardores trepa los muros con sus vidrios astillados, adopta la impostura sin cerrar los ojos, socava los cimientos del verano nocturno vehemente e indómito. Un légamo gris, como de lejía, se esparce como una baba de ceniza cubriendo los cuerpos mutilados, los escombros y las huellas eróticas de una triste Pompeya. La silueta monstruosa del monasterio esconde los secretos fraudes del opio y el oro transmutados en voluptuosas carnes palpitantes, en mustias muecas de labios descoloridos que cohabitan en las obscenas miradas de sigilosos faunos transeúntes. Un rito nupcial, consumado en suntuosos lenocinios o míseros prostíbulos, en los rincones encharcados o en los profundos portales, se sacraliza con un óleo espeso, seminal, entre los vapores orgánicos y el vaho sofocante de las extremas cercanías del oprobio. Desde el ilimitado palomar de los entretechos y las cornisas surge una difusa nube-sombra punteada de pequeñas máculas en vuelo que giran en un gran semicírculo cortando el cielo enclaustrado en el vericueto de las ultimas calles como la guadaña siseante de la Dama del Negro Velo, y vuelven a sus nidos furtivos cuando la tenue luminosidad de la madrugada ya se refleja en los restos de las osamentas que sucumbieron a cierta introvertida quiromancia.

(*) Brassaï es el pseudónimo del fotógrafo húngaro Gyula Halàsz.
Fotografía: "El Prostíbulo" (1932) de Gyula Halàsz (1899-1984).

sábado, 29 de enero de 2011

PAJAROS NEGROS

Pájaros negros en el contraluz del crepúsculo, habitando dormidos la noche de las arboledas, fantasmas oscuros de alto vuelo contra el azul también oscuro de todo cielo. En selva o lecho, lunares sobre la piel despavorida de la amante muerta y remuerta de despecho insolente, los beso, los toco con delicadeza de pétalo o de tarsos de hormiga. La oscuridad del anochecer detrás del vidrio trizado de las ramas funerarias de los árboles invernales, cruzada por los vientos congelados, por la humedad de una garúa desterrada de su hemisferio de tango y candombe. Lóbregos mensajeros ancestrales que llevan en vuelo la noche mientras surgen frías estrellas, emigran negros pájaros. Agobios estarcidos sobre el paño de lágrimas, lúbricos acercamientos al misterio de los perros ladrando a la luna mohína, mientras el cuarzo molido de las dunas lejanas sofoca las narices del sueño. Una voz que roe las nostalgias con su estilete plateado, que traba el molinete de las horas y congrega los ayeres con timidez de virgen, con la dulzura de ese canto perdido que las manos de niño no alcanzaron a retener. Ya huelo a muerto y andan como al acecho pájaros negros, y una hoguera se va quedando dormida de cenizas en sus brasas inquietas a mitad de cerro junto a la pirca donde florecen los gladiolos. Bandada de pequeñas gárgolas hieráticas, siniestras siluetas de un código de sombras intraducible, mimetizadas entre el ramaje invernal, deshojado, brumoso, esencialmente triste, con la soledad atrapada en esa red de gigantesca araña invisible. Fuegos enternecidos ocultos en la ciudad nocturna cómplice de venusterios y prostíbulos, antros, callejuelas oscuras, luces rojas deambulando en los ojos enrojecidos de los vagos y los perdedores. La estatua poderosa del Señor de señores, labriego y monje, benefactor de los años donde la infancia era una suma de veranos a pies desnudos cazando mariposas y navegando desde la orilla del tranque los veleros de azules maderos paternos y albo velamen materno. Cuervos, mirlos, yecos, tordos, sombras que vuelan esparciendo tinieblas y malos augurios, sobre los campos sembrados y las marismas, en los bosques y los acantilados, en las quietas lagunas, las rías y las albuferas, en los frutales de los jardines y en los jacarandaes de las plazas. Fulgores del amianto que viste a los señores del miedo, un tren cruza la noche sajándola con su ulular de naufrago desesperanzado, de lobo sin hembra contra el terciopelo del cielo negro deshabitado. Y el romero espera la madrugada para perfumar el jardín y ser el leño retorcido que soporta la memoria de los rostros y las voces enterradas sobre la que juegan sus vuelos los negros pájaros del adiós.


Citas, por orden de aparición:

La Canción Desesperada. Pablo Neruda.

Pájaros negros. Víctor Manuel y Antonio García de Diego.

Los negros pájaros del adiós. Óscar Liera.


Fotografía: Hilda Breer, diciembre, 2010.

miércoles, 26 de enero de 2011

DEMONIOS

“Esta dualidad esquizoide yace en la razón del paradigma cartesiano.” El Reencantamiento del Mundo. Morris Berman.

Demonios ocupando las grietas por donde el tiempo escurre como una arena fina, blanca, cuarcífera. Dioses oscuros y confusos ramoneando en las extensas praderas de la noche iluminados por un fulgor eléctrico, de irritantes destellos estroboscópicos. Demonios inofensivos que arrastran los deseos escondidos, inútiles demiurgos malditos con trajes bufonescos revolviendo la sopa amarga de las pequeñas miserias, incubos ociosos brincando sobre las tumbas vacías y las estatuas olvidadas hasta por los pájaros. Demonios infatuados por su angélica rebelión y divino desacato, gimoteando en vuelos de buitre sobre el cenote tibio que oculta la entrada al negado Paraíso. Crujidera de huesos, rechinar de dientes, ojos extraídos por la uña del terror, bocas con la mueca de pánico congelada en los labios sangrantes. Demonios horripilantes con tres ojos, con garras de marfil fósil, con facciones de ácaros o avispas, con la piel babeante y putrefacta de las iguanas comestibles. Demonios urgidos por la pesadilla de un Dios castigador celoso de las victorias pírricas y de los fastos untuosos de la perversión, la traición, la ignominia y la inverosimilitud del pecado original. Demonios trágicos aferrados a esperanzas insensatas, a sueños imposibles, a desengaños barajados en versitos de cotillón. Demonios vencidos por la eterna inmanencia. Demonios corroídos por la envidia del libre albedrío, de la cercanía de una tibieza con rostro y sexo, de la sensación de la sal húmeda en los labios en las horas crepusculares de todos los mares. Demonios angustiados por una inmortalidad sin sentido que se desgasta lenta e infinitamente sin solución de continuidad ni mínimo vislumbre de ocaso. Demonios enjaulados como aves de parques temáticos, míseros ángeles caídos en el cieno negro del error doloroso de la soberbia siempre victoriosa. Demonios chapoteando en el lodazal del desprecio por indiferencia, ignorados, abandonados a los cuentos infantiles, a los filmes de tercera categoría, a ser sustos sin asombros ni pestañeos. Demonios inconclusos, creados en la premura de aberraciones más domesticas o más creativas. Demonios viejos arrumbados en los sucios y fríos rincones de un Averno vacío, arrastrando sus ridículas patas de arpía o de caprino, con sus alas mefistofélicas resquebrajadas por centurias de desencanto y desidia. Demonios con las cuencas de los ojos vacías esperando que el Creador les conceda, al final del último de los últimos tiempos, la gracia inmerecida de volver a entrar en el Empíreo y volver ver en plenitud la mística Rosa Celestial con sus siete círculos y sus siete cielos bajo el reverbero del brillo cegador de la Esencia Divina.

sábado, 22 de enero de 2011

GENESIS 3:19

Del cotidiano, del imperio del día que se arrastra sobre asfaltos o baldosas, mármoles reconstituidos como lapidas de muertos desconocidos, del aleteo de las paginas repetidas de los periódicos del día con las mismas noticias de ayer y de las que se leerán mañana, asesinatos, violaciones, robos, desfalcos, y un desgranar continuo de pequeñas miserias ciudadanas, de humillaciones personales, de payasos etiquetados con sus sonrisas de imbeciles y rameras sobremaquilladas de paginas sociales. De ese cotidiano en que fluyes ensopado del sudor de peces abisales, resbalando en las babas de penitentes y serios funcionarios, de burócratas decentes e instruidos que siguen las instrucciones genéticas de ancestros que comían la carne con las manos, temían a la oscuridad y adoraban el fuego. Del cotidiano ir y venir sin sentido ni fin, de casa al trabajo a la casa al trabajo, día a día, mes a mes a año a año hasta que la muerte benévola te quite el rostro grave de persona ocupada, la mueca de disgusto, el sabor amargo de tu boca entierrada y te deje virado en una esquina donde nadie te ve ni te toca, donde ya no existes para nadie, donde te das cuenta que todo fue vano, inútil, que todo lo logrado fue una triste raya en el agua. Y renaces en otro cotidiano, mas brillante, mas sonoro y derrotas el imperio del día y recuperas la noche, y los asfaltos, los mármoles, las baldosas son los escaques de un tablero donde tu eres el jugador omnipotente, y puedes convertir los periódicos en mariposas o pájaros, los crímenes en truculencias de carnaval, y las miserias en saltimbanquis vestidos de colores chillones, y los payasos sí son payasos y las prostitutas son delicadas y elegantes meretrices perfumadas, y los funcionarios y burócratas son un coro angélico cuyos ancestros dibujaron siluetas de animales en cavernas misteriosas para indicar que ya existían. Y la esquina donde estás muerto sin rostro es el eje del tiovivo de calesitas con formas de cisnes que navegan en un agua azul instantánea con peces de todos los colores posibles, y hay altos árboles florecidos; el ombú, el árbol de la bellasombra con su savia tóxica y racimos de flores de color blanquecino, el ceibo, el árbol del coral con su inflorescencias arracimadas de inquietante color rojo, y el jacarandá, el árbol guaraní de inflorescencias racimosas de flores de color azul violáceo, y fuentes surgentes y extensos parques otoñales por donde caminas asombrado pisando hojas secas, y buscas hasta encontrar un rincón sombrío y fresco para tu eterno descanso de piedras o de lanas, y en ese preciso instante sabes que de verdad estas muerto y que al fin te has escapado del día y de tu rostro.


Fuentes poéticas.-


Tal vez morir sólo sea

ir con asombro marchando

entre un rumor de hojas secas

y por un parque extasiado.

OTOÑO, Gabriela Mistral.


El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.

Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,

sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,

ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

WALKING AROUND, Pablo Neruda.


martes, 18 de enero de 2011

ANAMORFOSIS JACOBIANA

Violeta y sus matices, Violeta, Lavanda floral, Amatista, Púrpura, Púrpura de Tiro. Desconchados muros encalados de una catedral insoportable en las vastas desolaciones de un imperio derrotado. Vertientes vertiendo líquidos vertiginosos. Hielo. Naranja y sus matices, Naranja, Coral, Sésamo, Albaricoque, Beige, Piel. Altas esferas cintilando en un desorden de cristalinas cigarras ebrias. La sangre de Pamina hija de la Reina de la Noche en la brasas del pebetero o lámpara de fuego al centro de un círculo sagrado. Amarillo y sus matices, Amarillo, Limón, Dorado, Ámbar, Amarillo indio, Amarillo selectivo. Hoplitas vencidos en el bronce eterno de un museo lúgubre y sangriento construido sobre los vertederos licuefaccionados de muy antiguas metrópolis. Cian y sus matices, Cian, Turquesa, Celeste, Cerúleo o Azul Cielo, Aguamarina. Resplandecientes piedras pulidas bajo la lluvia inclemente del aguacero bíblico. Noctámbulos alacranes de grafito escindidos de las piedras negras, de las aguas petrificadas, de las grietas húmedas. El verde y sus matices, Verde, Verde Lima, Verde Nelly, Esmeralda, Jade, Verde Veronés, Arlequín, Espárrago, Verde Oliva, Verde Cazador. Artificios de barro greda arcilla hundidos en el cántaro del mar de los vientos. Giróscopos y clavecímbalos. Clavicordios, diapasones. Escarchas. Marrón y sus matices, Marrón o Pardo, Kaki, Ocre, Siena, Siena Pálido, Borgoña. Virulencias de saurios alados sobre el silencioso campanario derrumbado en las soledades de vastos territorios de imperios vencidos. Yunque, tas, bigornia. Magenta y sus matices, Magenta, Fucsia, Morado, Malva, Lila, Salmón, Lavanda, Rosa. Desinencias secretas susurrando escondidas tras un lexema ilegible. El sátrapa pudriéndose en sus cenizas escondidas de los perros furiosos de la venganza y la justa justicia. El azul y sus matices, Azul, Azul cobalto, Azul marino, Azur, Zafiro, Añil o Indigo, Turquí, Azul de Prusia, Azul Majorelle. Destrucciones pretéritas de inhóspitos territorios segados por los fuegos meteóricos. Nebulosas burbujeando en una bruma de hipotética materia negra. El rojo y sus matices, Rojo, Carmesí, Bermellón, Escarlata, Granate, Amaranto. Encendidos magmas basálticos derramados en el valle de sombra de muerte. Tectitas sembradas en las arenas de un desierto ilimitado. Ruborizados benteveos en las charcas del Chaco. Blancos, grises y negros, Blanco, Nieve, Lino, Hueso, Marfil, Plateado, Gris, Negro. Trabados silogismos derrotados por oscuras bandadas de azores corruptos. Sahumador o brasero. Incensario. El Botafumeiro del templo de los ácratas. Ceterum censeo Carthaginem esse delendam.

lunes, 17 de enero de 2011

TRANSPOSICION

Es la piel, su textura de nube o de pétalo, su perfume indescriptible y único, pero reconocible en todo crepúsculo que alcance las tibiezas, las armonías de tiempo y lugar, ahí, ahora, como nunca más, dentro del túnel hosco y atrabiliario del tiempo, que se pierde, se diluye, se escapa con sigilo de sierpe vengativa. Es la sinuosidad de su cuerpo de gacela bíblica, líquido y a la vez denso como el azogue, la plenitud de doncella llevando el cántaro al mismo ritmo del agua, en su desnudez secreta, en su sudor joven, oloroso a solo ella, en las tersuras de sus curvas ocultas bajo la túnica que el contraluz dibuja con la inocencia de un sol que apenas la acaricia. Es la simetría dionisiaca de la ninfa que huye entre risas del sátiro que la espía y la imagina contra el espejo del estanque. Son sus ojos de un azul celeste siempre en fuga que bifurcan los almendros y transan en plena primavera los ajuares de los magnolios, las efervescencias de la rosas y los sutiles pecados de los claveles. Son sus pies desnudos en la grama fresca que no dejan huellas porque van haciendo florecer los tréboles y las violetas, y despiertan las dormidas larvas subterráneas y las semillas de los árboles sagrados. Son sus manos que rescatan las flores aun vírgenes, los capullos asustados, las espigas que esperan madurando el estío que nunca llega, son sus dedos atrapando mariposas o tañendo corolas y estambres y pistilos en medio de un esparcir de polen a los vientos. Es la miel dorada de su pelo que rompe la brisa en susurros que la arrullan con la veneración de los montes y los bosques, que la visten con la humedad vegetal del murmullo del arroyo, que la adormecen bajo hechizo para que vuele libre libélula y en las floraciones fragantes sea frágil efímera que vive menos de un día; que emerge al atardecer y por la mañana ya ha muerto sobre los misteriosos pensamientos de terciopelos enlutados. Y sí, es esa piel en la etérea palidez de luna, ese cuerpo en un sayo luctuoso, es la perfecta simetría de serena reina o altiva sacerdotisa, son sus ojos cerúleos que miran sin mirar, desde su cielo inmaculado de un día claro, sus pies calzados, sus manos enguantadas, es su pelo aguamiel de los dioses ebrios, no hay duda, es ella, pero no es el bosque del sátiro ni del estanque, y no hay soles ni almendros ni magnolios, no hay rosas ni claveles, no tréboles o violetas, ni larvas dormidas ni semillas de los árboles totémicos. En verdad es un alto salón vacío en cierto ámbito de penumbras, con un muro cubierto por un tapiz azul oscuro y hojas bordadas en oro viejo, y ella esta ahí sentada, quieta, esperando, hierática, lejana e imposible.

miércoles, 12 de enero de 2011

IMAGENES / CONTRAIMAGENES

Es la visión un poco vagabunda, como desde lejos, de follajes en sus verdes innumerables mecidos por la brisa fresca que aparece y desaparece urgida por la nitidez inequívoca del estío en sus primeros días. Es el clavecín insistiendo en el barroco vertiginoso de la sonata en Sol K 455 de Domenico Scarlatti, ágil, escalando, desperdigando, chispeando, salpicando, insistiendo incansable en convertir la tarde y sus soles cribados por el ramaje en un salón de gobelinos y cristalerías versallescas con los destellos de la alta lámpara colgante danzando en los caobas y bronces bruñidos. Es la tierra pura, tierra y piedras en una geología cercana y maternal, con sus guijarros, sus arcillas, sus cantos rodados y sus granitos enterrados o entierrados, bajo las frescas sombras de la tarde que generan paisajes y parajes de un pequeño continente con sus cordilleras, sus junglas, sus bosques y praderas, con sus paraísos de geranios, con sus cráteres apagados, con sus desiertos y sus despeñaderos. Es el muro de ladrillos rojos que separa como una frontera infranqueable la quietud vegetal de pájaros e insectos del tumulto de una ciudad carcomida por apuros inútiles, por negaciones del ocio, por estridencias desproporcionadas, por el mero desacato de la grata contemplación. Es entre estos muros donde la concavidad del tiempo declara la perfecta armonía de cada cosa con el todo, la conexión simétrica de la humildad silenciosa de aquel trébol efímero con la soberbia inconmensurable y eterna de lejanas galaxias. Bona Terra, Bona Gens, Clarum Coelum, Aqua Clara. Alguien mira, observa con ojos de guirnaldas verdes brillantes el estropicio de arpegios azucarados que se vierten con real parsimonia sobre nácares, madreperlas y corales azules, hundidos, sumergidos en la aguas monzónicas saturadas de tegumentos, de ocelos, de branquias insectívoras, de esas sales hidropónicas que contienen la luz apaciguadora de los amaneceres invadidos de gaviotas y tucanes con el mar reverberando desde el horizonte mañanero hasta el cenit borboteante donde deliran las creolinas con sabor de granadina en su color destrozado. Contenciones geométricas, artilugios de magia negra, territorios craquelados por la siembra, la cosecha y el rozar con fuego que purifica y ceniza. Mapas hidrográficos de dunas, de medanos, de serranías marinas abisales, yermas, donde los cangrejos mastican larvas de saurios extinguidos, perlas de collares de damas ahogadas en el suicidio de las naos engalanadas con guirnaldas verdes brillantes como los ojos de quien mira, de aquel que observa los arpegios ya disueltos en las salmueras donde pululan los corales casi azules, las madreperlas iridiscentes y los nácares sedosos que poseen el esplendor de las aguas devoradoras de insectos. La salinidad luminosa del revoloteo de aves de mar contra el pálido sol inicial que se eleva lentamente para alcanzar los delirios burbujeantes de sustancias etéreas en sus trizadas policromías que en su bóveda incluyen los parajes escaqueados que fueron granos de mágicas espigas y hoy son tibias arcillas grises aventadas por los mórbidos alisios. Ilación absoluta de grietas y desfiladeros en una fractalidad sin tiempo. Pasto tierno a la sombra y agua mansa.

LOS OJOS DE LA REINA

Ahí estabas Reina con tu piel pálida y tus ojos grandes de reina descoronada. Estaban buscando tus ojos las paredes húmedas del castillo perdido de tu infancia, los perros de caza en el parque de acacias esperando tu voz, los halcones de la cetrería en sus grandes jaulas con los ojos inmóviles también esperando. Te faltaba la lluvia en las ventanas y detrás del cristal los árboles otoñales en un paisaje húmedo de ocres y amarillos. Ahí estabas con tus manos largas de las Infantas de Toledo, la piel aceitunada y los labios delgados. Los mil doscientos años de abuelas reclinadas sobre delicados bordados te heredaron una tranquilidad de alma que solo se nota en tu inmovilidad casi transparente, en tu aura de nobleza y en la cabellera movida delicadamente por la brisa de un otoño que nadie más percibe, lejana al tumulto de míseros vasallos y a los ruegos de altivos señores. Nadie sabe si eres una reina egipcia o una meretriz de Alejandría, así desprevenida y confusa, envuelta en una bruma de distancia, con los ojos lejanos de quien ha visto descender el tiempo, enemigo y furioso, sobre las cosas y las gentes que amaba. Solo la tenue elegancia de esas manos delata a la escondida heredera de muy antiguos y ya lejanos reinos. Y en la mítica confusión de tus ojos grandes y las manos largas y pálidas se alcanza a intuir la oculta Condesa de fuegos ocultos, la habitante imaginaria de los húmedos bosques donde los poetas suelen extraviarse. Porque eres la Reina de Tristezas, sola en medio de todos. Y ahí estabas Reina Silenciosa habitando el despeñadero de los sueños, los años y los otoños. Siempre en las orillas de todas las noches. Y estabas ahí con tus ojos dormidos, grandes y tristes, como debe ser en las Damas de tu rango, que solo ven el sol a la hora del crepúsculo y bajo las glorietas de los jardines brillantes de la primavera. Ahí, alta, ausente, y de negro absoluto, cumpliendo en tu vestimenta con el luto riguroso y ancestral de tus ojos grandes, tristes, buscando sin esperanza, siempre sola, ausente, triste, pálida, silenciosa, para siempre esperando tan pálida, tan bella, tan suave, tan dulce, tan próxima, tan perfecta, tan silenciosa, tan lejana, tan ausente, tan imposible. Reina antigua, Reina repetida, como un sueño en el que se pueden tocar las cortezas de los jacarandaes, oler las azucenas de diciembre, paladear el agua surgente del arroyo pedregoso, y rozar con la muerte palpitando el borde satinado de tu vestido sin ver tus ojos tristes y tus labios amargos, perdida siempre en los día con sus soles temerarios y reencontrada cada noche en el espejismo de luna del insomnio.

lunes, 10 de enero de 2011

NOTICIAS DEL REINO

"Toda escritura es divinamente inspirada" (Segunda epístola de Pablo a Timoteo)

Una cacofonía de ángeles absurdos con los rostros entumecidos por la desidia de ocios milenarios, una nube zumbona de querubines gordiflones, sonrosados y desnudos, aleteando con sus alitas cortas, con sus arcos, flechas y carcajes de utilería de circo pobre, adoran en perfectos círculos concéntricos como la rosa celestial a un anciano ciego de barbas blancas y ralas que desfallece de divina ineficacia enredado en una burocracia senil de vicarios y sacristanes. Es una divinidad desgastada por el uso indiscriminado de su omnipotencia, su omnipresencia y su omnisciencia, sin resultados valederos ni milagros necesarios y urgentes. Ahí yace empantanado en la costra de injusticias y de aberraciones morales que separa el coelum de la tierra emporcada por rufianes purpurados, por sacrílegos benditos, por frailes inquisidores ocultos en humildes sotanas y doradas mitras. Serafines ancianos, vírgenes desabridas y arcángeles mohosos asisten a los nueve coros angélicos en un vano intento de salvarse del tedio de los siglos, de las penumbras de un resplandor dormido en bíblicos laureles. Un carnaval de reliquias recorre cada tantos siglos el paraíso desierto con sus mascaras persas, su faraones de piedra, sus innombrables de cera, yeso o papel, y al final del corso un reseco escatologo (i) vestido con una camiseta de color naranja con lunares amarillos, un ancho pantalón rojo, unos zapatos muy grandes y por nariz una brillante esfera colorada, va declarando a viva voz las “realidades ultimas” pero nadie le escucha y su grito se pierde en la maraña de santos desilusionados, profetas silencioso y ungidos desarrapados que cierran el ditirámbico desfile. La existencia propia, la eternidad y la inmutabilidad del anciano se mezclan con sus impotencias y arbitrariedades, como si fuera apenas un pequeño dictador casero, más payaso patético que creador impune. Su atributos morales; Amor, Justicia, Verdad, Sabiduría y Santidad, se perdieron entre la muchedumbre de desolaciones y miserias que Él no pudo extraer de la arcilla y el agua originales con que creo el último mamífero, macho y hembra, conforme a su imagen y semejanza, para que tuviera “dominio sobre los peces del mar, las aves del cielo, el ganado, y en toda la tierra, y sobre todo animal que se desplaza sobre la tierra" porque pensó que era muy bueno, sin prever que creaba una casta de mercachifles y maromeros, que vivirían hasta el fin de los siglos en una chimuchina y una fanfarria eternas para su mayor gloria y el divino escarnio de titiritero inútil. Vale

(i) Según la primera acepción de ‘Escatología’ de la R.A.E.

viernes, 7 de enero de 2011

LA ULTIMA BAJANTE

No se dio cuenta cuando el río cambió de color, y de ser un río verde de aguas inmóviles donde él nunca sabía hacia donde iba la corriente que debía fluir misteriosa y profunda bajo aquella densa superficie en la que se reflejaban las garzas y los cormoranes, se convirtió en un río bermejo, sangriento, como las aguas que expulsaban en chorros discontinuos las cloacas del antiguo matadero donde trabajó su padre. El cambio había sido tan lento que cuando lo vio rojo ya no recordaba haberlo visto verde, y se maravilló de los matices que repetía el río del atardecer de arriba y poniente. Ni se recordaba de qué color fueron las aguas cuando bajaron los camalotes arrastrados por las crecientes de las lluvias de allá en lo alto de los montes enselvados de los guacamayos y los turpiales. Tampoco encontró en su memoria el color del río por la época de los rollos de troncos que bajaban flotando a favor de la corriente y sobre los que navegaban los jangaderos cantando o silbando para asustar a los perezosos que cruzaban nadando el río donde la selva no formaba puentes con las ramas o los bejucos, aunque se quedó creyendo que era un cierto matiz cerúleo o quizá añil apagado, porque las aguas sabían a vertiente, a agua filtrada una y otra vez por negras piedras volcánicas. Pero sí se recordaba cuando el río fue amarillo, lechoso, y de una densidad de aguas apuradas que llevaban en suspensión un limo áspero que decantaba lentamente en las vasijas dejando un concho gredoso, de donde surgían de vez en cuando pequeñas burbujas relucientes. Después se fue poniendo cada día más oscuro y lento hasta que era una corriente parda achocolatada casi coloidal, que manchaba las piedras de las orillas y ensuciaba las playas donde dormían los tiernos manatíes con su arcilla pegajosa. Fue por ese tiempo que comenzaron a salir los primeros dragones de agua enredados en las redes de pesca. Eran pequeños como larvas de axolotl pero con sus dientes afilados como agujas silíceas y se retorcían boqueando y lanzando dentelladas hasta que se morían hinchados y resecos con sus aletas espinosas y su cola estrellada abiertas y filosas. La piel quebradiza por su baba cristalizada comenzaba rápidamente a cuartearse y romperse cual si fuera de papel muy antiguo o tostado. No podía fijar la estación en que el río se fue volviendo transparente, sí se recordaba que de a poco se fueron vislumbrando mas y mejor los dragones de agua bajo la corriente zaina, primero como difusas siluetas un tanto mas oscuras que se deslizaban en rápidas sinuosidades aguas abajo en la mañana y en fugaces líneas rectas al atardecer siguiendo la corriente que remontaba el río. En algún momento tomó conciencia de las prístinas transparencias de las aguas porque ya no se pudo pescar con redes por la exorbitante abundancia de dragones de agua y debió usar los espineles que iba arrastrando con la piragua mientras veía pasar por debajo los plateados destellos desinteresados de las carnadas. Y podía verlos muy bien, hasta contarlos si hubiera querido, pero más bien esa transparencia le permitía buscar el lado del río donde pasaban menos dragones de agua y era posible sacar alguna piraña, algún un pacu o un rayao. Cuando ya se había acostumbrado a pescar en ese “río de aguas diáfanas”, y después de una larga temporada de aguaceros inverosímiles y lluvias siniestras más intensas que todas las que vio en toda su vida ribereña, el río comenzó a bajar pulgada a pulgada su cauce, y cada mañana era un descubrimiento distinto porque los bancos e isletas iban trazando un cambiante mapa diario. Aparecieron a flor de agua las grandes piedras que rompían las canoas, afloraron las cuevas de los surubíes, las algas del fondo de los remansos ancladas a bolones graníticos y lajas basálticas, las piedras pulidas de los fondos pedregosos y las piedras azules que nadie había visto nunca y que se deshacían al sol desmoronándose como arena de hielo, hasta que en la luna nueva el río fue un arroyo de un palmo de ancho que escurría serpenteando apenas por entre los peñascos, luego fue un discontinuo hilo de agua que se perdía consumido en los arenales y reaparecía mas allá como una mínima vertiente que volvía a infiltrarse, pero sus esquivas aguas seguían fluyendo hasta que ayer a medio día se dio cuenta que en el cauce solo habían breves charcos de aguas tibias detenidas bajo un enjambre de mosquitos. Hacia la tarde las pozas ya se habían evaporado, y ahí fue que mientras escarbaba un hoyo en la arena somnolienta para acumular algo de agua para beber, encontró entre la disgregada humedad dormida y subterránea la primera esmeralda. Vale.

miércoles, 5 de enero de 2011

NOCHE

Las luces se apagan... el silencio reina... los amantes se abrazan, las hadas se acercan sigilosas y sonríen... una mujer se acostará para soñar realidades que la visten de oro y terciopelo... él la observa callado... ella se duerme... los gatos miran la luna. (i)

De oros y terciopelo vestida, como reina seducida sobre el lecho de cristal del castillo que soñó de niña en lo alto de un promontorio florecido de violetas entre un bosque de abetos rojos y pinos silvestres, atravesado por un río de sueñera y de barro por donde las proas vinieron a fundarle la patria, con los barquitos dando tumbos entre los camalotes de la corriente zaina (ii). Las luces se duermen dejando abiertas las puertas a las tibias penumbras y al silencio acunador que viene del bosque con su perfume de pinos y su abrazo de hiedras. Refulgen las hadas sigilosas con sus halos fosforescentes y sus alitas transparentes que destellan los arcoiris atrapados en sus secretos vuelos por el día. La rodean, la cercan, le rozan el pelo y juegan alegres entre sus pestañas, espolvoreando sobre ellas las chispitas plateadas del fino balasto de diamantes que robaron del lucero. Afuera la noche está estrellada y titilan, azules, los astros a lo lejos (iii). En el horizonte se adivina un mar azul tranquilo esperando el pálido fulgor de la luna llena para que ilumine los peces perdidos en el estremecimiento nocturno de las espumas y el oleaje. El viento lleva vibraciones de liras eólicas, y el eco de los tímpanos de plata que suenan los silfos (iv). Ella se deja fluir por el breve caudal del arroyo de los sueños, y en ellos vuela y corretea las mariposas amarillas en un campo de amapolas, y salta entre los charcos asustando a las libélulas y silenciando a las cigarras. En el rincón sujeto a las sombras alguien la mira dulcemente con ojos de silente príncipe encantado. Un lobo aúlla su soledad de bosque, de hierbas y de piedras. Despiertan los gatos con el tenue ruido del roce de la luna al pasar coqueta e impúdica por entre las ramas olorosas de los pinos. En el sueño los amantes se abrazan, ella de oros y terciopelo, él con su uniforme de gala, ambos iluminados por la hadas que sonríen esparciendo su polen de pequeñísimos brillantes del lucero. La realidad se sueña amodorrada en el duermevela del amor que invade los amplios salones del castillo, los senderos lunares del bosque de pinos y abetos, el mar del rumor lejano y los peces extraviados, el rincón solitario del príncipe silente y el lecho de cristal donde ella sueña con los gatos que miran la luna. Vale.


Referencias bibliográficas.-

(i) Noche. Hilda Breer.

(ii) Fundación mítica de Buenos Aires. Jorge Luis Borges

(iii) Poema 20. Pablo Neruda

(iv) A una estrella. Rubén Darío